La del 5º D
Tengo que alcanzar el teléfono, sea como sea. Tal vez trayendo hacia mí la mesita de noche, asiéndola por la esquina, son apenas unos centímetros. A ver... buf, no tengo fuerzas. Otro intento... nada, no llego. Me siento inválida, nunca me había pasado esto. Ayer pude levantarme sin mayor problema y me hice un café, qué gusto, qué rico estaba; aun sabiendo que no me conviene, porque el café sube la tensión. Ah... ya sé, tal vez me ha subido mucho la tensión, ese va a ser el problema. Tengo que relajarme. Como me dijo un día la doctora: “Tranquila, Rosa, tranquila. Respira despacio, que si no, hiperventilas, te sube la tensión y te agobias más. Venga, Rosa, bonita, que tú sabes controlarte —y me acariciaba el brazo—. Así, así mucho mejor”. Porque la doctora me acaricia el brazo con cariño, y sin guantes, no como la que vino a ponerme la vacuna con manos de plástico, esa era una mujer entera de plástico: “Quietecita ¿eh? no te muevas, que no te va a doler nada” —me decía—; pero sí me dolió. Y me puso un esparadrapo también de plástico. Luego se quedo muda diez minutos, me preguntó “ya no te duele nada ¿verdad?” y sin esperar a que contestara se despidió y se fue. Eso fue hace dos semanas o así. Desde entonces no ha venido nadie. Clara me llamó aquella tarde “¿Qué tal, mamá? Ya estás vacunada; qué suerte ¿eh?”. ¡Ay, mi Clarita! qué vida lleva la pobre, con tanto trabajo, siempre luchando; por eso no viene; ah y, sobre todo, por no contagiarme, claro. Seguro que cuando esté vacunada del todo vendrá más a menudo. Si pudiera alcanzar el teléfono; no para de sonar, debe ser del ambulatorio, me dijeron que llamarían para venir a ponerme la segunda dosis. Parece que llaman a la puerta. ¿Será Clara? No, es imposible, a estas horas está trabajando, seguro. Llevaré ya mas de tres horas así, sin poderme levantar. Insisten; ahora, además del timbre, dan fuertes manotazos en la puerta. Por dios, si me saliera la voz... pero nada, apenas un susurro, no tengo fuerza. Y siguen aporreando la puerta. ¿Será algún vecino? No, qué va, esos ya ni saludan. Antes, cuando podía salir a la calle y coincidíamos esperando al ascensor, siempre me cedían el turno con resignación; mirando al suelo decían “Suba, suba usted”. No me lo decían a mí, no, era al suelo a quien hablaban. Yo soy esa anciana que tanta lata les da. La del quinto D. Esa que siempre deja el portal abierto; la que baja la basura apestosa de varias semanas. Qué fuerte golpean, van a tirar la puerta abajo. Pues les va a costar porque siempre pongo los dos cerrojos. Me lo dijo Clara cuando me cambiaron la puerta por una de seguridad: “Es por tu tranquilidad, mamá. Tú pon siempre los dos cerrojos ¿vale?”.
¿Qué es eso...? Ahora se oye... ¡Por dios! Se oye ruido en la ventana ¿Qué pasa? ¡Dios mío! Algo se mueve. Es alguien. La golpea. ¡Ha roto el cristal! Ahora mete la mano y abre.
—No se preocupe, señora, vengo a ayudarla. Soy bombero ¿sabe? —me dice según pasa una pierna y luego la otra. Ya está dentro. Se acerca— ¿Cómo está usted? ¿Bien?
—… —intento responder pero no lo consigo. Con un dedo le señalo mi boca para explicarle que no me sale la voz.
—No se
preocupe, no pasa nada. Enseguida va a subir el médico —se quita
el casco con escafandra para que pueda verle la cara— La he asustado ¿verdad? Perdone.
—Qué amable es—.
—... —muevo un dedo para contestarle que no, que no me ha asustado en absoluto. Me gustaría poder decirle que: todo lo contrario, me ha tranquilizado mucho verle entrar por la ventana, volando desde el cielo como un ángel de la guarda.
—Ya verá qué pronto se pone bien —me dice con ternura. Se agacha y... ¡me ha cogido la mano! Qué sensación tan agradable— No se preocupe, está subiendo un médico. Voy a abrirle la puerta ¿vale?
—... Gracias —creo que esta vez me ha salido un poquito de voz. ¡Sí, he sido capaz de hablar! Porque él me ha entendido y responde con una tierna sonrisa. Una sonrisa angelical.
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