Gracias por su visita
—Buenos días.
—Hola
—me contesta el anciano con cierto asombro al verme
entrar.
—Perdone
la molestia, es que vengo a desinfectar la habitación ¿sabe? —le
hablo en voz muy alta, por si es sordo, como el anterior, que no
entendía nada y el pobre hombre estuvo aterrorizado hasta que me
fui.
—Ah,
claro, por eso viene disfrazado así. Yo, viéndole a usted de
astronauta, pensaba que ya estaba en el cielo.
—Ja,
ja... —me rio, el hombre tiene buen sentido del
humor— disculpe usted que vengamos aquí asustándoles con
esta pinta.
—No
se preocupe, me encantan los disfraces, yo soy muy carnavalero.
Se
ve que tiene ganas de charla. Es lógico, aquí se pasan solos todo
el día, cada uno en su cuarto.
—Voy
a tener que hacer un poco de ruido ¿sabe?
—Pues
vale, me vendrá bien, sí. Desde que no nos dejan salir al salón a
ver la tele esto es un aburrimiento, y cualquier sonido, aunque sea
ruido, es bienvenido.
Antes
de empezar tenemos que contarles, despacito y claro, lo que vamos a
hacer, y a mí esto de explicar las cosas se me da fatal, encima con
la escafandra no se nos entiende nada; yo por eso procuro utilizar
gestos con ayuda de las manos porque, la verdad, tiene que ser
frustrante para ellos no vernos la cara.
—Mire,
esto es un nebulizador, y lo que echa es agua oxigenada; que no es
nada malo, o sea que se puede respirar sin ningún problema, y que
vale para desinfectarlo todo ¿sabe?
—Ah,
pues estupendo —me contesta asintiendo con la cabeza.
Sin
más conversación me he puesto a lo mío. Empiezo por el baño.
¡Dios! qué guarro está todo, habría que haber pasado antes una
fregona bien cargada con lejía. Nebulizar en estas condiciones, con
esta cantidad de mierda, no vale para nada. Esto es
indignante. Voy a decírselo al enfermero, y a la directora que
nos ha recibido, joder, que vengan ahora mismo y lo vean...
Vaya,
qué contrariedad, salgo del baño y me encuentro al señor agachado
buscando debajo de la cama.
—Pero
hombre ¿qué hace usted ahí?
—No,
nada —me contesta pero continúa buscando.
—A
ver, dígame ¿que pasa? Se le ha caído algo ¿no?
—Ya
sabe usted cuál es el objeto más difícil de encontrar ¿verdad?
—me contesta mientras se sienta en el suelo. Dios mío, ahora le
voy a tener que ayudar a incorporarse.
—Pues
no, no se me ocurre qué puede habérsele perdido. Venga le ayudo
—cogiéndole por ambas axilas consigo sentarlo en el sillón.
—Muchas
gracias, buen hombre. Pues el objeto más difícil de encontrar, para
su dueño, claro está, son las gafas.
—Ah...
ja ja... es verdad, cómo no se me ha ocurrido —es la segunda vez
que me hace reír; este hombre es simpatiquísimo— pues ahora mismo
las busco, vamos a ver... Aquí, aquí tiene usted sus gafas. Estaban
en la mesilla pero tapadas por una revista. Tome. Tiene usted un gran
sentido del humor ¿eh?
—Ay
qué bien, no sabe lo que se lo agradezco. Son siete dioptrías las
que tengo. Me pasé de leer a oscuras cuando era joven y ya ve: toda
mi vida con gafas así de gruesas.
—¿A
oscuras leía usted? —es curioso, ahora con las gafas puestas me
recuerda mucho a mi abuelo.
—Prácticamente,
sí —me contesta— Era para librarme de la mili. Porque leyendo
con poca luz te aumenta la miopía ¿sabe usted? Total que yo estuve
tres años, desde los 18 a los 21, pidiendo prórrogas por estudios
para no incorporarme al ejercito y leyendo libro tras libro a la
tenue luz de una vela.
—¿No
me diga? ¿y al final se libró de hacer la mili?
—Pues
sí. Esa suerte tuve. Al tercer año, cuando me hicieron la revisión
médica en el hospital Gomez Ulla, el capitán médico me miraba con
incredulidad a través de un aparato, un ojo y luego el otro, así
varias veces hasta que me dijo: “Vale, ya le diremos por escrito lo
que haya que decirle”. Nunca se me olvidará esa expresión “lo
que haya que decirle”. Salí escéptico de allí, era mi última
prorroga posible, mi última oportunidad. Y yo no hay nada que más
odie en este mundo que todo lo castrense. Ya sabes, cada uno tenemos
nuestras manías y fobias; las mías son contra los militares, su
disciplina, sus armas, sus batallitas. Los odio, no lo puedo evitar.
Estuve varias semanas urdiendo un plan para salir del país y darme
por prófugo. Pero no, transcurridas unas semanas me llegó una carta
a casa en la que se me declaraba “soldado inútil”, eso decía el
informe “soldado inútil”, je, je.
—Me
recuerda usted mucho a mi abuelo ¿sabe? Esa mirada tan viva, esa
simpatía tremenda que usted tiene.
—¿Ah
sí? ¿Y qué edad tiene su abuelo?
Me
ha dejado descolocado con su pregunta, porque mi abuelo murió hace
unos años y no creo que deba yo ahora hablarle de muertes.
—Pues...
—tras unos segundos disimulando, por fin se me ocurre la
contestación— no sé exactamente, pero no, qué va, mi abuelo es
mucho mayor que usted. Él está también en una residencia como esta
¿sabe? en Soria; y sigue con su buen humor, fíjese, igual, igualito
que usted.
—Ah,
pues cuando vaya a verle le da un saludo de mi parte ¿eh?; y le dice
que es muy afortunado porque tiene un nieto magnífico.
—Así
se lo diré, de su parte. Pero mire, tengo que salir un momento
¿sabe? Enseguida vuelvo y termino de desinfectar toda la habitación.
Al
escuchar que me iba se le ha ensombrecido bruscamente la sonrisa. Aun
así levanta la mano para despedirme.
—Estupendo,
sí, pues muchas gracias por su visita, de verdad, muchísimas
gracias —me despide, con gesto serio. El pobre hombre se cree que
ya no voy a volver.
—De
nada, un placer. Pero no se preocupe, hombre, que enseguida estoy de
vuelta ¿vale?
Me
dirijo hacia la puerta, pero a los dos pasos escucho de nuevo su voz:
—Perdone,
perdone la curiosidad; o, mejor dicho, perdone mi ignorancia: esas
siglas UME ¿qué significan?
—¿Siglas...?
Ah, si, claro, las letras, U, Eme, E —giro el cuerpo y señalo con
el dedo hacia mi espalda mientras pienso cómo responderle—
Pues... se va usted a reír, porque significa: Unidad Militar de
Emergencias —me quedo un instante esperando la reacción por su
parte, pero no llega y le aclaro:— Vamos que... que soy militar,
fíjese usted lo que son las cosas, militar, ja, ja —intento
quitarle importancia con mi risa.
Se
ha quedado mudo un par de segundos, como sorprendido, pero poco a
poco va esbozando una sonrisa que pronto se transforma en una risa
franca y abierta, mientras gesticula subiendo ambas manos e
inclinando la cabeza hacia atrás. Una preciosa risa que me contagia
de inmediato. Me levanto la escafandra para que pueda verme y, ya sin
limitaciones, lanzo también una buena carcajada. La habitación,
antes lúgubre, ahora resplandece entera con la alegría inmensa que
su rostro irradia.
Antonio
Bisquert
17-04-2020