Wednesday, 15 April 2020

Gracias por su visita




Gracias por su visita



   —Buenos días.
Hola —me contesta el anciano con cierto asombro al verme entrar.
Perdone la molestia, es que vengo a desinfectar la habitación ¿sabe? —le hablo en voz muy alta, por si es sordo, como el anterior, que no entendía nada y el pobre hombre estuvo aterrorizado hasta que me fui.
Ah, claro, por eso viene disfrazado así. Yo, viéndole a usted de astronauta, pensaba que ya estaba en el cielo.
Ja, ja... —me rio, el hombre tiene buen sentido del humor— disculpe usted que vengamos aquí asustándoles con esta pinta.
No se preocupe, me encantan los disfraces, yo soy muy carnavalero.
  Se ve que tiene ganas de charla. Es lógico, aquí se pasan solos todo el día, cada uno en su cuarto.
Voy a tener que hacer un poco de ruido ¿sabe?
Pues vale, me vendrá bien, sí. Desde que no nos dejan salir al salón a ver la tele esto es un aburrimiento, y cualquier sonido, aunque sea ruido, es bienvenido.
Antes de empezar tenemos que contarles, despacito y claro, lo que vamos a hacer, y a mí esto de explicar las cosas se me da fatal, encima con la escafandra no se nos entiende nada; yo por eso procuro utilizar gestos con ayuda de las manos porque, la verdad, tiene que ser frustrante para ellos no vernos la cara.
Mire, esto es un nebulizador, y lo que echa es agua oxigenada; que no es nada malo, o sea que se puede respirar sin ningún problema, y que vale para desinfectarlo todo ¿sabe?
Ah, pues estupendo —me contesta asintiendo con la cabeza.

Sin más conversación me he puesto a lo mío. Empiezo por el baño. ¡Dios! qué guarro está todo, habría que haber pasado antes una fregona bien cargada con lejía. Nebulizar en estas condiciones, con esta cantidad de mierda, no vale para nada. Esto es indignante. Voy a decírselo al enfermero, y a la directora que nos ha recibido, joder, que vengan ahora mismo y lo vean...

Vaya, qué contrariedad, salgo del baño y me encuentro al señor agachado buscando debajo de la cama.
Pero hombre ¿qué hace usted ahí?
No, nada —me contesta pero continúa buscando.
A ver, dígame ¿que pasa? Se le ha caído algo ¿no?
Ya sabe usted cuál es el objeto más difícil de encontrar ¿verdad? —me contesta mientras se sienta en el suelo. Dios mío, ahora le voy a tener que ayudar a incorporarse.
Pues no, no se me ocurre qué puede habérsele perdido. Venga le ayudo —cogiéndole por ambas axilas consigo sentarlo en el sillón.
Muchas gracias, buen hombre. Pues el objeto más difícil de encontrar, para su dueño, claro está, son las gafas.
Ah... ja ja... es verdad, cómo no se me ha ocurrido —es la segunda vez que me hace reír; este hombre es simpatiquísimo— pues ahora mismo las busco, vamos a ver... Aquí, aquí tiene usted sus gafas. Estaban en la mesilla pero tapadas por una revista. Tome. Tiene usted un gran sentido del humor ¿eh?
Ay qué bien, no sabe lo que se lo agradezco. Son siete dioptrías las que tengo. Me pasé de leer a oscuras cuando era joven y ya ve: toda mi vida con gafas así de gruesas.
¿A oscuras leía usted? —es curioso, ahora con las gafas puestas me recuerda mucho a mi abuelo.
Prácticamente, sí —me contesta— Era para librarme de la mili. Porque leyendo con poca luz te aumenta la miopía ¿sabe usted? Total que yo estuve tres años, desde los 18 a los 21, pidiendo prórrogas por estudios para no incorporarme al ejercito y leyendo libro tras libro a la tenue luz de una vela.
¿No me diga? ¿y al final se libró de hacer la mili?
Pues sí. Esa suerte tuve. Al tercer año, cuando me hicieron la revisión médica en el hospital Gomez Ulla, el capitán médico me miraba con incredulidad a través de un aparato, un ojo y luego el otro, así varias veces hasta que me dijo: “Vale, ya le diremos por escrito lo que haya que decirle”. Nunca se me olvidará esa expresión “lo que haya que decirle”. Salí escéptico de allí, era mi última prorroga posible, mi última oportunidad. Y yo no hay nada que más odie en este mundo que todo lo castrense. Ya sabes, cada uno tenemos nuestras manías y fobias; las mías son contra los militares, su disciplina, sus armas, sus batallitas. Los odio, no lo puedo evitar. Estuve varias semanas urdiendo un plan para salir del país y darme por prófugo. Pero no, transcurridas unas semanas me llegó una carta a casa en la que se me declaraba “soldado inútil”, eso decía el informe “soldado inútil”, je, je.
Me recuerda usted mucho a mi abuelo ¿sabe? Esa mirada tan viva, esa simpatía tremenda que usted tiene.
¿Ah sí? ¿Y qué edad tiene su abuelo?
Me ha dejado descolocado con su pregunta, porque mi abuelo murió hace unos años y no creo que deba yo ahora hablarle de muertes.
Pues... —tras unos segundos disimulando, por fin se me ocurre la contestación— no sé exactamente, pero no, qué va, mi abuelo es mucho mayor que usted. Él está también en una residencia como esta ¿sabe? en Soria; y sigue con su buen humor, fíjese, igual, igualito que usted.
Ah, pues cuando vaya a verle le da un saludo de mi parte ¿eh?; y le dice que es muy afortunado porque tiene un nieto magnífico.
Así se lo diré, de su parte. Pero mire, tengo que salir un momento ¿sabe? Enseguida vuelvo y termino de desinfectar toda la habitación.
Al escuchar que me iba se le ha ensombrecido bruscamente la sonrisa. Aun así levanta la mano para despedirme.
Estupendo, sí, pues muchas gracias por su visita, de verdad, muchísimas gracias —me despide, con gesto serio. El pobre hombre se cree que ya no voy a volver.
De nada, un placer. Pero no se preocupe, hombre, que enseguida estoy de vuelta ¿vale?
Me dirijo hacia la puerta, pero a los dos pasos escucho de nuevo su voz:
Perdone, perdone la curiosidad; o, mejor dicho, perdone mi ignorancia: esas siglas UME ¿qué significan?
¿Siglas...? Ah, si, claro, las letras, U, Eme, E —giro el cuerpo y señalo con el dedo hacia mi espalda mientras pienso cómo responderle— Pues... se va usted a reír, porque significa: Unidad Militar de Emergencias —me quedo un instante esperando la reacción por su parte, pero no llega y le aclaro:— Vamos que... que soy militar, fíjese usted lo que son las cosas, militar, ja, ja —intento quitarle importancia con mi risa.
Se ha quedado mudo un par de segundos, como sorprendido, pero poco a poco va esbozando una sonrisa que pronto se transforma en una risa franca y abierta, mientras gesticula subiendo ambas manos e inclinando la cabeza hacia atrás. Una preciosa risa que me contagia de inmediato. Me levanto la escafandra para que pueda verme y, ya sin limitaciones, lanzo también una buena carcajada. La habitación, antes lúgubre, ahora resplandece entera con la alegría inmensa que su rostro irradia.


Antonio Bisquert
17-04-2020