Academia de Aduanas
Hay algunos muebles nuevos y otros
cambiados de sitio, pero está prácticamente igual. Quince años, se
dice pronto, quince años fuera de casa. Cuántos recuerdos afloran
de repente en cada habitación, en cada rincón. Es un lujo poder
recuperar esta mansión en pleno centro de Madrid.
—Lo han dejado todo bastante limpio
¿verdad? Da gusto tener inquilinos así. Han tardado en irse, pero
no nos podemos quejar, han cuidado bien la casa. Ana ¿dónde andas?
—Mi hija está tan ilusionada que no me hace ni caso. Se ha subido
corriendo a ver las habitaciones. Asegura que se acuerda, pero no es
posible, tenía cuatro años cuando nos fuimos. —¡Ana ¿dónde
estás?!
—¡En la buhardilla, mamá! —Es
enorme: tres plantas, con amplias habitaciones de techos altísimos.
En esta buhardilla pasaba los mejores ratos. Ponía todos los muñecos
en filas, como si estuvieran sentados en clase y yo hacía de
maestra. Pero la recuerdo aún mucho más grande; y diáfana, sin
todos estos trastos; apenas se puede pasar.
—Mamá: aquí han dejado varios
muebles y montones de trastos.
—Ya subo —la escalera está bastante deteriorada,
habrá que arreglar algunos peldaños y barnizarla entera— A ver esos muebles... Son nuestros,
hija. Mira: todos esos pupitres ahí apilados son de la antigua
academia, había muchos más repartidos por las habitaciones, que
entonces eran aulas. Esa mesa estaba en el comedor, han puesto otra
más fea en su lugar, absurdo porque está perfectamente, la
cambiaremos. Este es el aparador de la entrada, tampoco sé por qué
lo han quitado. ¡La alacena!, la alacena del siglo XVII, me había
olvidado de ella por completo.
Ana está entusiasmada descubriendo la
casa. A mí se me amontonan los recuerdos, me abruman. Los buenos y
los malos. Formas, colores, incluso olores hibernados en la memoria
más profunda, ahora despiertan. Pero sobre todo predominan los
tristes. Esta casa me evoca la soledad, la tremenda soledad con que
viví el embarazo. Él dando siempre largas en sus breves llamadas.
“Este fin de semana no puedo, estamos a tope de trabajo, pero
seguro que el mes que viene hago un hueco y voy a verte”. Los meses
pasaron uno tras otro, qué hijo de la gran puta, y llegó el parto,
al que también le fue imposible venir, claro. Su muerte a los pocos
días ya apenas me afectó; había renunciado a mantener una relación
con semejante cabrón, aunque fuera el padre de mi hija, para mí ya
había muerto. Luego me llevé una sorpresa al saber que en el
testamento me dejaba esta casa.
—Alacena, del árabe “Alhazana”.
Es preciosa; además siendo del siglo XVII... debe valer una pasta
¿no mamá?.
—Seguro que vale mucho, sí. Tu padre
la heredó de sus antepasados, junto con la casa y muchos otros
muebles de distintas épocas, pero esta alacena es de los más
antiguos. “Aljazana” con hache aspirada ¿no? Da gusto tener una
hija lingüista, erudita y sabelotodo. Tú sacarás cualquier
oposición que te propongas, ya verás; y a la primera, no como tu
madre. —Es igualita que su padre: la misma
mirada penetrante, profunda, que a veces me produce incluso miedo;
esa intuición con la que consigue adivinarlo todo. Es muy
inteligente, pero no superdotada como me han llegado a decir algunos
de sus profesores: “Su hija es increíble, resuelve los problemas
antes de que yo termine de leer el enunciado”.
Alucino, se parece a la de la foto que
me envió Jaco el otro día. A ver...
Hostias, es idéntica. La foto es de
esta misma alacena. Me parece que ya son demasiadas casualidades. En solo
un par de meses que llevamos en contacto, Jaco ha sido capaz de
averiguar un montón de datos sobre mí, incluyendo la fecha de
nacimiento, a pesar de que en el perfil de facebook y de todos los
foros donde participo pongo siempre 1 del enero de 1901. No sé cómo
lo hace, es un tipo muy listo desde luego, y se muestra cariñoso
conmigo. Curiosamente, a diferencia de muchos otros, no quiere quedar
para que nos conozcamos en persona; yo ya se lo he propuesto, pero él
se empeña en que nuestra relación sea exclusivamente virtual. Me da
rabia, parece un tío interesante y apenas consigo sacarle
información personal.
—¿Ya estás otra vez enganchada al
móvil? No paras hija. Qué adicción.
—Ay qué pesada eres, mamá. —Tal
vez debería contárselo, porque esto de la alacena es muy
mosqueante, de dónde habrá sacado este tío la foto. Pero nada, con
lo mal que lleva lo de mis relaciones en las redes no puedo hablar con mi madre de
eso, qué le vamos a hacer. Nos pasamos la vida juntas y
siempre guardándonos secretos. Yo también estoy harta de su manía
de no contarme nada relacionado con mi padre. Seguro que cuando murió, estando yo recién nacida,
ya se habían separado, él la habría abandonado por otra. Tiene
traumas que no ha superado, así que nada, que me lo cuente cuando le
venga en gana, no voy a incordiarla indagando episodios desagradables
de su vida. Aunque también ella debería comprender que me interese
saber cómo era mi padre.
—Pero mi padre vivía en Ceuta, él
no llegó a vivir aquí contigo ¿no?
—No. Eh... bueno sí, pero muy poco
tiempo. Aquí nos conocimos, ya sabes, esta era su academia y él fue mi profesor para las
oposiciones. Cuando cerró la academia vinimos
a vivir aquí, pero enseguida le llegó el nombramiento y se fue a
Ceuta. Luego apenas pudo venir. Era una época malísima en esa
frontera; bueno, la verdad es que siempre lo ha sido. Ser jefe de
aduanas allí es un sin vivir. —Ana se queda pensativa, aunque
trata de disimular, como si no le importara. Es evidente que no se
cree lo que le cuento. Lleva años sin mencionar a su padre, pero me
temo que ahora, en esta casa, querrá seguir indagando. Ya tiene casi
veinte años, y creo que estaría preparada para poder explicárselo
todo, pero no me decido, no quiero hacerla sufrir, y tampoco veo la
necesidad. Prefiero que tenga una imagen positiva de su padre. A ver
si logro cambiar de tema.
—Mira: esta cómoda es magnífica
también, la pondremos en tu habitación. Por cierto ¿Has elegido
dormitorio?
—Pero mamá: tú ahora también eres
jefa de aduanas y de todo un aeropuerto, que es mucha más
responsabilidad; sin embargo mira qué bien te lo montas: hoy día
libre por mudanza; ayer con los preparativos apenas apareciste por la
oficina; y todos los días te pegas unos desayunos de dos horas con
los compas. Es que no das un palo al agua ¿eh?. Mi padre en cambio
sería de esos raros funcionarios trabajadores y cumplidores ¿no?
—Tu padre era un hombre inteligente y
audaz. Su muerte, siendo tan joven, y contigo recién nacida, fue un
trauma para mí que aún no he superado. Perdona, hija, que me cueste
recordar aquellos días. Además es que me estoy meando. Espera, que
bajo al baño y vuelvo.
Anochece. Pulso el interruptor para
encender la gran lámpara de bronce con cristales tallados que cuelga
presidiendo el hueco de la escalera; sus viejas bombillas de
filamento, la mitad fundidas, proyectan mi sombra fantasmagórica que
va descendiendo por las paredes. No sé si voy a ser capaz de vivir
en esta casa sin sucumbir ante tanto recuerdo en forma de espectro
que habita en ella, sin derrumbarme anímicamente. Fue en esta
escalera donde nos besamos la primera vez. Aquel día habíamos
estado durante toda la clase transmitiendo el uno al otro nuestro
deseo, discretamente, con miradas furtivas. Un deseo desbordante,
acumulado a lo largo de todo el curso. Era ya el último día de
clase antes de la oposición, pero mi pasión por él eclipsaba los
nervios del examen. Al terminar sabíamos lo que iba a pasar. Me
quedé recogiendo con parsimonia los apuntes mientras él despedía
al resto de alumnos. Después se acercó y con un “¿todo bien?”
protocolario aprovechó para acariciarme el antebrazo con ternura. Mi
“sí” debió sonar a rendición incondicional, porque
directamente me tomo de la mano para llevarme por este pasillo a la
habitación del fondo que era su despacho. Aquí está. Sigue
exactamente igual: la mesa con la silla y el sofá-cama donde él se
quedaba algunos días a dormir. Aquel olor, ¡dios...! otra vez la
memoria sensitiva me sorprende a traición, veinte años después aún
soy capaz de evocar su olor, el olor de aquella persona a quien tanto
amé, a quien tanto esperé y la que tanto he llegado a odiar.
Aquella noche, justamente aquí, nos dimos mil besos. Aquella noche
sentí, y aún siento, el calor eterno de sus manos navegando a la
deriva por todo mi cuerpo; su pene ardiente penetrando en mi sexo
derretido, una y otra vez. Puedo reproducir cada instante de aquella
noche. Al amanecer, cuando el sol infiltró su primer rayo por la
persiana, él dormía, yo no. Me levanté desorientada, lo mismo que
ahora; y fui al baño, como ahora voy, así, exactamente igual de
aturdida que aquella noche.

Abro la puerta del baño y se oye un
leve chirrido áspero de sus bisagras, el mismo que hace veinte años. Sentada en el váter me rebelo contra esta
maldita memoria mía, que quisiera aniquilar pero no se deja, es ella
quien manda. Fue aquí, de pie frente al espejo —me tiemblan las
piernas, casi no las controlo— cuando sentí de nuevo el fuego de
su aliento, justo detrás de mí; sus manos acariciándome, primero
los hombros, luego los pechos, todo mi cuerpo abrazado por la espalda
con intenso ardor . Y fue al mirar hacia el espejo, así, como ahora, cuando advertí su ausencia. Un súbito pánico se
apoderó de mí. Él estaba aquí, justo detrás mío, sentía su abrazo, sentía sus manos
sobre mis pechos, pero en la escena reflejada en el espejo solamente yo aparecía, él no. Fue entonces cuando comprendí que me había
acostado con el mismísimo diablo. Todo pasó aquella noche, sólo
aquella noche, no hubo más. Él se quitó de en medio, desapareció. A partir de entonces
nuestra relación fue exclusivamente por teléfono, y muy distante en
espacio y tiempo. “Siento de verdad haberme ido sin despedirme de
ti. Me llamaron y tuve que incorporarme en Ceuta con suma urgencia”.
Así era ese desalmado, un hijo de la gran puta, un diablo, como pude
comprobar después. Un maldito diablo, como su padre, su abuelo, su
bisabuelo y todos sus antepasados varones. Afortunadamente Ana es
mujer y con ella, al morir su padre sin más descendientes, se extinguió esa estirpe diabólica de una vez por todas. Sólo los hijos varones heredan la condición de diablo y van transmitiéndola de generación en generación. No
hay diablas, o por lo menos no está documentado que las haya. Si
Ana hubiera sido varón ahora tendría un hijo endemoniado, qué
tremendo, no quiero ni imaginármelo. Hay tantas cosas que debería contarle. Aunque sea todo tan
difícil de creer.
—¡Mamá! ¿dónde andas?
—Espera, hija, es que no encuentro papel
higiénico.
—No te lo vas a creer. El cajón de
la alacena está lleno de documentos antiquísimos.
—Ya subo. A ver... Ah sí, son de los
abuelos. Bueno, ya lo veremos mañana con calma. —Más recuerdos
no, por favor. Necesito despejarme. — Oye, que yo he quedado a
cenar con algunos compañeros ¿Tú vas a salir esta noche?
—No, en principio no tengo plan de
salir. Oye, mira lo que aparece aquí: un anuncio de la academia: “Academia
de Aduanas”; es antiquísimo, de 1911.
—Es verdad, qué curioso. Manuel
López Palma, ese es... tu bisabuelo. —Está obnubilada rebuscando
papeles. Es obvio, necesita saber de sus antepasados, conocer esa
mitad de su historia que yo le he venido ocultando. Desde luego es imperdonable. Se ha acabado, ni
un minuto más. Ahora, es ahora el momento. Cancelo la cena. Me quedo
a explicárselo todo. Aunque... nada tan importante como los mensajes del móvil, claro.
—¿Ya se te puede hablar o tienes aún mensajes por contestar...? Es broma, mujer, no te enfades. A ver...: el caso es que llevo tiempo queriendo charlar contigo despacio; y veo que con la llegada a esta casa estás interesada en
conocer detalles del pasado. Es normal. No sé, si quieres puedo cancelar
mi cita, nos vamos juntas a cenar y hablamos tranquilamente ¿Cómo lo ves?
—Vaya, pues es que acabo de quedar.
Qué rabia, porque sí me apetecería mucho.
—Vale, vale, pues no pasa nada —en fin, no
parece el momento oportuno— Mañana, mañana sin falta
cenamos juntas ¿te parece?
—Sí, mañana estupendo.
—Pues venga, yo ya marcho. Me voy dando un paseo, que hace
mucho que no ando por el centro.
—Oye mamá: A lo mejor traigo a unos amigos para enseñarles la casa ¿eh? que todos me están preguntando cómo es y todo eso.
—Estupendo. Pero tendréis que pediros unas pizzas o algo y bebidas, que aquí no hay de nada. Pues sabes que... voy a ir dormir a la casa antigua; y mañana aprovecho para hacer una última revisión, que el lunes hay que entregar las llaves. Así os dejo a vuestro aire para que disfrutéis de la casa entera.
—Oye, no hace falta, mamá, qué tontería.
—Que sí, que sí, venga que ya me voy. Un beso.
—Que lo pases bien, mamá.
—Hasta mañana. Ya hablamos. —Al besarnos me ha dado la impresión de
que aún dudaba, no sé. Tal vez ella hubiera preferido que me quedara y le contase. En fin, mañana con calma, que yo estaré más tranquila.