Angulosas y tiernas
Antonio Bisquert, 13-5-2015
Tal vez podría acercar mi rodilla a la suya, son apenas unos centímetros, no sé si atreverme. Mi pulgar sigue apretando el botoncito obsesivamente, clic clic, clic clic, sacando y metiendo la punta del bolígrafo; ya está bien, venga, lo guardo en el bolsillo, no me doy cuenta pero seguro que el ruidito le molesta a ella y a los demás. La sala está prácticamente muda, sólo se oye el murmullo del pasillo y, eso sí, el silencio se interrumpe bruscamente cada vez que por megafonía llaman a los pacientes. Menudas tonterías se me ocurren, tocar su rodilla con la mía, parece mentira. Bueno, por lo menos me entretengo pensando en otra cosa y va pasando el tiempo. Es una suerte que se haya sentado a mi lado, si no, la espera se me estaría haciendo mucho más larga. Aquí estamos: dos desconocidos, sin haber mediado palabra entre nosotros, sentados a ambos lados de la esquina, expectantes, languidecientes; aquí estamos ella y yo.
Es curioso, todos vienen con acompañante menos nosotros. En algunos casos es evidente identificar quién es el paciente y quién el que le acompaña: esa ausencia total de cabello, incluidas las cejas, esa calvicie que aquella señora disimula con un discreto pañuelo, o aquel señor con una gorrita; pero son sus miradas, sobre todo sus miradas, las que les diferencian, esas miradas huidas que parecen traspasar la pared de enfrente y perderse hacia el más allá. En otros casos, en cambio, es más difícil averiguarlo, porque los que vienen por primera vez, o por segunda vez, como es mi caso, aún no mostramos ninguna secuela. Seguro que para ella es también una de sus primeras visitas a este hospital, tal vez venga, como yo, a que le desvelen el resultado de una biopsia. Cuando entró noté su desorientación, buscando sin éxito, lo mismo que yo había hecho cinco minutos antes, alguna enfermera o administrativo, alguien quien le confirmara que era en esta sala, y no en otra, donde tenía que sentarse a esperar; pero aquí no sale nadie de los despachos, la única enfermera que hay está colgada en la pared, bien enmarcada, y con el dedo índice en vertical, justo delante de sus labios prominentes, nos ruega silencio todo el rato. Yo la miro con frecuencia para así poder, de reojo, observar también a mi compañera de esquina. Está preciosa envuelta en su vestido blanco, con una línea de florecillas bordadas alrededor del escote, otra igual en cada manga y una última línea de flores justo en el filo de abajo, a partir de la que ya... se abre paso la magia, la magia de sus rodillas, rodillas angulosas pero en su justa medida, sin dejar de ser redondeadas, rodillas angulosas pero tiernas. Apenas cinco centímetros separan su rodilla izquierda de la derecha mía. Me conformaría con un pequeño roce, un deleite fugaz... pero no me atrevo, no, se notaría forzado. Está absorta, su semblante es triste y, como yo, no para de mover las manos, saca el móvil del bolso, lo cambia de posición, para arriba, para abajo, varias veces, mecánicamente, pero sin encenderlo ni tan siguiera mirarlo. Ahora ha sacado también una funda de gafas, está abriendo y cerrando el clip de cierre, clic, clic clic, clic... Vaya, sin ser consciente de ello, mi bolígrafo está otra vez cliqueando entre mis manos, casi al unísono con el cierre de su funda. Clic, clic clic, clic. No puede ser, por favor, paro ya de una vez. Ella también ha parado. Es curioso, al cesar mis clics y los suyos nos hemos mirado mutuamente. Ha sido un instante sólo, pero mi mirada furtiva se ha cruzado con la suya, una mirada celeste, intensa. Yo he decidido esconder mi bolígrafo en otro bolsillo, eso es, hay que evitar los automatismos inconscientes. Ella en cambio, tras la pausa, sigue con su funda de gafas, clic, clic...
“Ana López Andersen, consulta tres”.
Es ella. Se ha levantado como un rayo. Guarda el móvil en el bolso, recoge su rebeca de la mesa que hace esquina, y se apresura hacia el despacho de más a la derecha, en cuya puerta, sujeto con papel celo, hay un “3” ocupando medio folio. Camina un poco encorvada y con el pecho hundido. Ya está dentro. Suerte, Ana, mucha suerte.
¡Anda! se ha dejado una carpeta. Al coger la rebeca de la mesa se ha olvidado esta carpeta que estaba debajo. ¿Le hará falta en la consulta? No creo, no, la guardo y se la doy cuando salga.
¿Por qué la habrán llamado a ella antes que a mí? no lo entiendo, mi cita era ya hace hora y media. Debería haberle preguntado a qué hora era su cita, mira que soy estúpido, seguro que luego hubiéramos continuado hablando de cualquier cosa y la espera se nos habría hecho más amena. Qué lástima, soy un desastre.
No se entienden nada bien los nombres por megafonía, pero de segundo apellido era Andersen o algo parecido. Será extranjera, nórdica debe ser, porque su piel era blanquísima. Estará aquí sola, la pobre. Andersen... claro, puede ser descendiente de Hans Christian; y a lo mejor escribe cuentos. Esta carpeta estará llena de magníficos cuentos, seguro, tendrá su soldadito de plomo, su patito feo; cuentos que escribirá mientras apoya la carpeta en sus piernas, justo al borde de sus rodillas, sus rodillas angulosas y tiernas... Esta carpeta guarda tesoros escondidos. Me come la curiosidad, tal vez levantando un poco la goma elástica pueda ver una esquina del contenido; pero no, no debo abrirla, me aguanto y espero. Lo importante es que ya tengo la escusa perfecta. Ahora sí que estoy obligado a vencer mi timidez y abordarla cuando salga. A lo mejor ni siquiera hace falta, vendrá ella a esta esquina a por su carpeta-tesoro y le diré sonriendo que se la he custodiado muy bien. Eso haré.
“Antonio Bisquert Santiago, consulta uno”
Vaya, ese soy yo. Dicho con ese nivel de distorsión apenas se reconoce mi nombre, pero no cabe duda, me toca entrar. ¿Qué hago con la carpeta? Vaya, qué contrariedad. ¿Se la dejo a esta señora? No, puede pasar lo mismo, la llamarán para entrar en consulta. Voy a esperar, seguro que está a punto de salir. Esperaré un par de minutos, no pasa nada, que aguante el médico.
“Francisca Gómez Ramos, consulta uno”
¿Cómo que consulta uno? Me han saltado el turno. ¿Es que no esperan ni dos minutos? Son impresentables. Después de estar esperando yo hora y media resulta que ellos no pueden esperar ni dos minutos. ¿Y si hubiera ido al baño? Eso es, les diré que me había ido al baño, y que, además, no se entiende un carajo lo que dicen por los altavoces. Pero lo gestionaré luego, después de que haya salido Ana y le haya devuelto su carpeta. Está decidido, no le doy más vueltas: esperaré hasta que salga Ana. Bueno, voy a sentarme y a tranquilizarme otra vez, vaya disgusto. Menos mal que tengo esta carpeta-tesoro, es lo único que me consuela, aquí, entre mis brazos la tendré hasta que se la devuelva a su dueña.
Se abre. Se abre la puerta del número 3, ahí sale...
─Perdona... ¡Oye, perdona...!
Se vuelve. Parece contenta, todo le ha debido ir bien. Y se acerca sonriente al ver la carpeta. Me mira. Su mirada es ahora radiante. Se acerca y me regala una sonrisa cautivadora; y yo... yo no consigo articular palabra.
─Muchísimas gracias! Ni cuenta me había dado de que me la dejaba ─hace un gesto de alivio girando levemente la cabeza a un lado y al otro, pero sin dejar de centrar en mis ojos su mirada celestial. Está aún más preciosa con el cuerpo bien erguido, pletórico, con su cara iluminada. Apenas consigo balbucear un “de nada” ininteligible; ella se queda esperando dos o tres segundos a ver si consigo decirle algo más... pero no; y, sin dejar de regalarme su sonrisa, transforma moderadamente esa mirada de euforia desbordante en otra, también luminosa, pero a la que añade una pequeña dosis de comprensión, y tal vez de ánimo, hacia mí.
─Adiós. Adiós y muchísimas gracias ─abraza la carpeta mientras me lo dice; a mí no, abraza a mi carpeta-tesoro.
Las flores bordadas del filo de su vestido vuelan en círculo cuando ella se da media vuelta. Y se va. Y con ella se lleva mi carpeta-tesoro. Y con ella se van sus dos rodillas tiernas y angulosas.
Me he vuelvo a sentar. No sé por qué, pero me he vuelto a sentar, y en el mismo asiento de la esquina. La enfermera colgada en la pared sigue diciéndome ssss... todo el rato. No sé qué clase de tumor tengo o no tengo. No sé a qué espero. Soy imbécil, es lo único que sé.
─¿Son de usted estas gafas? Estaban aquí, debajo del asiento.
Ante la mirada atónita del amable señor, cojo la funda con las gafas de Ana y salgo corriendo escaleras abajo.