Thursday, 28 May 2015

Cien años de perdón

  

Cien años de perdón
Antonio Bisquert, 27-5-2015

A pesar de las variadas experiencias carcelarias que por entonces ya acumulaba, nunca me había sentido tan agobiantemente apresado como en aquella ocasión. Mi celda era un círculo de unos dos metros de diámetro, el suelo entarimado, eso sí, con noble caoba, pero sus apenas 70 centímetros de altura me obligaban a permanecer encorvado todo el rato, con un dolor de espalda que se iba agravando por minutos. Los barrotes a mi alrededor no eran de hierro, no, eran de carne y hueso, eran las piernas de los ocho comensales que degustaban ricos manjares en una suntuosa mesa de largo mantel, debajo de la cual, a toda prisa, había tenido que esconderme al oirles entrar. No paraban de hablar, y encima en inglés, me tenían harto.

       —Es ciertamente exquisito este vino. —Como yo no podía ponerles cara, iba identificando los pies de cada uno de ellos según intervenían y tratando de imaginar su rol; estaba claro que los mocasines horteras de piel de cocodrilo y hebillas doradas eran del principal invitado, un magnate inversor; a su derecha, los pomposos botines de piel de serpiente y afilada punta eran de la anfitriona, quien casi siempre iba controlando el rumbo de la conversación; y a su izquierda unos zapatos negruzcos y acordonados, como de medio pelo, intentaban también ganarse la confianza de los mocasines-cocodrilo del magnate. El resto de comensales intervenían poco, llegué a pensar que estarían sólo de atrezzo, pero no, imagino que tenían dificultades de idioma.

       —Me alegra que te guste; —justo delante de mi, las pomposas serpientes se giraron sumisas hacia los cocodrilos de hebillas doradas para contestar el cumplido— en este país tenemos una gran variedad de vinos que figuran entre los más selectos del mundo, y, cuando se trata de una cena tan especial, no es fácil la elección. Pasa lo mismo con los bancos, nuestras entidades financieras tienen los mejores ratios de solvencia y, como sabes, capacidad más que suficiente para hacerse cargo, junto a vosotros, de la financiación de este proyecto en una segunda fase. Habíamos pensado que...

       —Eso no va a ser ningún problema, no os preocupéis en absoluto de la financiación, —sentenciaron los mocasines-cocodrilo elevando sus largas mandíbulas y dejándolas caer con firmeza al final de la frase.

       —Sí, confiamos en ello, —intervinieron los zapatos negruzcos de medio pelo— pero me gustaría que comprendieras las dificultades que tenemos para explicar el proyecto, tanto a la opinión pública como a nuestro propio partido, sobre todo porque implica que cambiemos la legislación fiscal, la laboral, la medioambiental, la...

       —¡¿Pero cómo?! Eso ya está acordado con tu antecesora en el cargo ¿verdad que sí? —la interrupción del magnate inversor sonó amenazante al dirigir la pregunta a la anfitriona, quien, tras dos eternos segundos de dramático silencio, le contesto:

       —Sí, sí, por supuesto, todo está ya pactado y encaminado, pero... compréndelo, aún queda alguna resistencia más que vencer, y...

       —Vamos a ver... —el magnate volvió a interrumpir en tono recriminatorio, y tras una severa pausa en la que su cocodrilo derecho golpeó rabioso el entarimado, continuó— vamos a ver si entendemos bien las cosas: yo admito que podáis tener dificultades, pero el proyecto no debe demorarse bajo ningún concepto; sabéis que contáis con nuestro apoyo financiero, tanto a nivel personal como para vuestro partido; de hecho, y según habíamos acordado, hemos venido preparados para que podáis hacer frente, ya mismo, a cualquier dificultad que os surja. —Al decir esto, sumergió su mano derecha bajo el mantel y agarró el maletín que sobre el suelo custodiaban sus dos cocodrilos, para alzarlo y ponerlo a la vista de todos durante unos segundos. Aquel gesto produjo un espeso silencio por encima de la mesa, al que siguió una inquietud manifiesta por debajo de ella, donde, una vez devuelto el maletín al suelo, todos los zapatos empezaron a vibrar nerviosos, con pequeños saltitos y zarandeos aquí y allá. Incluso mis deportivos se contagiaron de aquella agitación.

       —Desde luego que sí, este magnífico proyecto saldrá adelante cueste lo que cueste —mientras hablaba la anfitriona, sus tacones afilados servían de apoyo a los cambios de orientación de sus criminales serpientes que, girando a un lado y a otro, amenazan con morderme una y otra vez— ¡Brindemos por ello!

       La cena se alargaba. El dolor de espalda se iba extendiendo desde la zona lumbar hacia las cervicales, y mis piernas, medio dormidas, iban buscando acomodo a un lado u otro en función de lo estiradas que los comensales tuvieran las suyas. Era milagroso que no se percataran de mi presencia allí abajo, porque hubo más de una pequeña colisión. Tenía que pensar un plan alternativo, ya no podía esperar a que se disolviera la velada para buscar por los dormitorios, intentar hacerme con algo de valor y después salir por pies. Necesitaba un plan de emergencia, por tanto me centré en pensar cómo escapar de aquella maldita casa aunque fuera sin botín alguno. Ya lo tenía: tiraría fuertemente del mantel hacia un lado; los platos, copas y demás enseres, caerían todos encima de los allí sentados, produciendo un desconcierto tal que me permitiera salir corriendo por el hueco que, a buen seguro, quedaría en el lado de enfrente, cuando los comensales de allí se apresuraran a ayudar a los damnificados, empapados y embadurnados por las bebidas y restos de comida que quedaban sobre la mesa. Estaba claro: el magnate era la víctima más propícia. Por la voz parecía ser un hombre mayor que el resto, y era a él a quien todos cortejaban; se apresurarían a ayudarle. Yo saldría agachado rapidamente hacia la cocina, y de allí a la puerta de servicio por donde había entrado, más vale un camino conocido.

       Con sumo cuidado, y con permiso de la pareja de cocodrilos, situé las manos justo encima de ellos, agarré con fuerza el mantel, y me concentré haciendo un último repaso de la secuencia entera de movimientos precisos para salir de aquella mansión. Todo listo. Allá voy:  una... dos... y... Menuda contrariedad: se había levantado la anfitriona... tal vez eso me obligaba a modificar la estrategia.

       —Lo están poniendo, señores. Me dicen en un mensaje que estamos saliendo en el telediario. Es la presentación de esta mañana a los medios ¿queréis verla? —el sí fue unánime y todos los calzados de la mesa siguieron a las pomposas serpientes arrastrándose en dirección a la sala contigua— Ya tomaremos después el postre, no creo que nos dediquen más de unos minutos.

       Bendita sea la egolatría que gastan esta clase de personajes, gracias a ella pude escapar aquella noche sin dejar rastro alguno. Bueno sí, un pequeño rastro sí dejé: mientras ellos no quitaban ojo a la pantalla, ni oído a la traducción simultánea de la anfitriona, yo alargué la mano para alcanzar aquel maletín; con una simple ganzúa, y la habilidad que me caracteriza, lo abrí de inmediato. ¡Oh sorpresa! nunca, nunca jamás había visto tanto dinero junto. Eran billetes de 500€, iban en fajos de cien cada uno, y había muchos, muchos fajos cuidadosamente alineados. Los metí todos en el forro de la cazadora que solía llevar preparada para albergar mis botines; con total alevosía cerré el maletín y lo devolví a su sitio; en medio minuto ya estaba saliendo por la puerta de servicio; una voz gangosa se oía en la televisión, era el de los zapatos negruzcos de medio pelo, que decía:

       “... Se trata de una inversión extraordinaria desde el punto de vista económico y, desde luego, una esperanza para miles de trabajadores, que van a ver en este proyecto una oportunidad de salir de esa lacra que es el desempleo...”

       Cuánto me hubiera gustado saber lo que pasó después, cuando, tras realimentar su ego viéndose en la pantalla, los comensales volvieron a sentarse alrededor de la mesa a tomar el postre y terminar de negociar sus asuntos. Nunca lo sabré; pero a partir de aquella noche, gracias a mi exitosa intervención, la gigantesca operación se torció y se fue absolutamente al traste. Las razones oficiales fueron pura patraña, nadie se las creyó. En cualquier caso, la alegría de los ciudadanos de la comarca fue inmensa. Alguna vez pensé en la posibilidad de publicar un libro contándolo todo, de hacerme famoso: el Robin Hood del siglo XXI; pero no, no me apetecía verme entre rejas. Aunque... vete tú a saber, probablemente en un juicio con jurado popular hubiera salido absuelto, quien roba a un ladrón, en mi caso a varios, tiene cien años de perdón.

       Ahora soy rico, y, lo que son las casualidades de la vida, esta noche el destino me vuelve a traer a la misma mansión. Sí, voy en la lista electoral que encabeza mi anfitriona y nos ha invitado a cenar. Ella sigue calzando pomposas serpientes, yo, en cambio, prefiero los lagartos exóticos.

       —Es ciertamente exquisito este vino —les digo rememorando aquella conversación de hace tres años en la que tanto aprendí, y mientras, aprovecho para estirar bien las piernas; si hay alguien debajo de la mesa debe estar pasándolo fatal.


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P.S.- Los personajes y los hechos relatados son totalmente ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Pero, hay que joderse, la cantidad de coincidencias que se producen en esta vida.


Algunas noticias e imágenes sobre hechos similares:



                     cocodrilos del magnate                                        

           serpientes de la anfitriona
las serpientes de la anfitriona









                                                  los mios actuales
                                               de lagartos exóticos 





Angulosas y tiernas



Angulosas y tiernas
Antonio Bisquert, 13-5-2015
Tal vez podría acercar mi rodilla a la suya, son apenas unos centímetros, no sé si atreverme. Mi pulgar sigue apretando el botoncito obsesivamente, clic clic, clic clic, sacando y metiendo la punta del bolígrafo; ya está bien, venga, lo guardo en el bolsillo, no me doy cuenta pero seguro que el ruidito le molesta a ella y a los demás. La sala está prácticamente muda, sólo se oye el murmullo del pasillo y, eso sí, el silencio se interrumpe bruscamente cada vez que por megafonía llaman a los pacientes. Menudas tonterías se me ocurren, tocar su rodilla con la mía, parece mentira. Bueno, por lo menos me entretengo pensando en otra cosa y va pasando el tiempo. Es una suerte que se haya sentado a mi lado, si no, la espera se me estaría haciendo mucho más larga. Aquí estamos: dos desconocidos, sin haber mediado palabra entre nosotros, sentados a ambos lados de la esquina, expectantes, languidecientes; aquí estamos ella y yo.
    Es curioso, todos vienen con acompañante menos nosotros. En algunos casos es evidente identificar quién es el paciente y quién el que le acompaña: esa ausencia total de cabello, incluidas las cejas, esa calvicie que aquella señora disimula con un discreto pañuelo, o aquel señor con una gorrita; pero son sus miradas, sobre todo sus miradas, las que les diferencian, esas miradas huidas que parecen traspasar la pared de enfrente y perderse hacia el más allá. En otros casos, en cambio, es más difícil averiguarlo, porque los que vienen por primera vez, o por segunda vez, como es mi caso, aún no mostramos ninguna secuela. Seguro que para ella es también una de sus primeras visitas a este hospital, tal vez venga, como yo, a que le desvelen el resultado de una biopsia. Cuando entró noté su desorientación, buscando sin éxito, lo mismo que yo había hecho cinco minutos antes, alguna enfermera o administrativo, alguien quien le confirmara que era en esta sala, y no en otra, donde tenía que sentarse a esperar; pero aquí no sale nadie de los despachos, la única enfermera que hay está colgada en la pared, bien enmarcada, y con el dedo índice en vertical, justo delante de sus labios prominentes, nos ruega silencio todo el rato. Yo la miro con frecuencia para así poder, de reojo, observar también a mi compañera de esquina. Está preciosa envuelta en su vestido blanco, con una línea de florecillas bordadas alrededor del escote, otra igual en cada manga y una última línea de flores justo en el filo de abajo, a partir de la que ya... se abre paso la magia, la magia de sus rodillas, rodillas angulosas pero en su justa medida, sin dejar de ser redondeadas, rodillas angulosas pero tiernas. Apenas cinco centímetros separan su rodilla izquierda de la derecha mía. Me conformaría con un pequeño roce, un deleite fugaz... pero no me atrevo, no, se notaría forzado. Está absorta, su semblante es triste y, como yo, no para de mover las manos, saca el móvil del bolso, lo cambia de posición, para arriba, para abajo, varias veces, mecánicamente, pero sin encenderlo ni tan siguiera mirarlo. Ahora ha sacado también una funda de gafas, está abriendo y cerrando el clip de cierre, clic, clic clic, clic... Vaya, sin ser consciente de ello, mi bolígrafo está otra vez cliqueando entre mis manos, casi al unísono con el cierre de su funda. Clic, clic clic, clic. No puede ser, por favor, paro ya de una vez. Ella también ha parado. Es curioso, al cesar mis clics y los suyos nos hemos mirado mutuamente. Ha sido un instante sólo, pero mi mirada furtiva se ha cruzado con la suya, una mirada celeste, intensa. Yo he decidido esconder mi bolígrafo en otro bolsillo, eso es, hay que evitar los automatismos inconscientes. Ella en cambio, tras la pausa, sigue con su funda de gafas, clic, clic...
    “Ana López Andersen, consulta tres”.
     Es ella. Se ha levantado como un rayo. Guarda el móvil en el bolso, recoge su rebeca de la mesa que hace esquina, y se apresura hacia el despacho de más a la derecha, en cuya puerta, sujeto con papel celo, hay un “3” ocupando medio folio. Camina un poco encorvada y con el pecho hundido. Ya está dentro. Suerte, Ana, mucha suerte.
    ¡Anda! se ha dejado una carpeta. Al coger la rebeca de la mesa se ha olvidado esta carpeta que estaba debajo. ¿Le hará falta en la consulta? No creo, no, la guardo y se la doy cuando salga.
    ¿Por qué la habrán llamado a ella antes que a mí? no lo entiendo, mi cita era ya hace hora y media. Debería haberle preguntado a qué hora era su cita, mira que soy estúpido, seguro que luego hubiéramos continuado hablando de cualquier cosa y la espera se nos habría hecho más amena. Qué lástima, soy un desastre.
     No se entienden nada bien los nombres por megafonía, pero de segundo apellido era Andersen o algo parecido. Será extranjera, nórdica debe ser, porque su piel era blanquísima. Estará aquí sola, la pobre. Andersen... claro, puede ser descendiente de Hans Christian; y a lo mejor escribe cuentos. Esta carpeta estará llena de magníficos cuentos, seguro, tendrá su soldadito de plomo, su patito feo; cuentos que escribirá mientras apoya la carpeta en sus piernas, justo al borde de sus rodillas, sus rodillas angulosas y tiernas... Esta carpeta guarda tesoros escondidos. Me come la curiosidad, tal vez levantando un poco la goma elástica pueda ver una esquina del contenido; pero no, no debo abrirla, me aguanto y espero. Lo importante es que ya tengo la escusa perfecta. Ahora sí que estoy obligado a vencer mi timidez y abordarla cuando salga. A lo mejor ni siquiera hace falta, vendrá ella a esta esquina a por su carpeta-tesoro y le diré sonriendo que se la he custodiado muy bien. Eso haré.
    “Antonio Bisquert Santiago, consulta uno
    Vaya, ese soy yo. Dicho con ese nivel de distorsión apenas se reconoce mi nombre, pero no cabe duda, me toca entrar. ¿Qué hago con la carpeta? Vaya, qué contrariedad. ¿Se la dejo a esta señora? No, puede pasar lo mismo, la llamarán para entrar en consulta. Voy a esperar, seguro que está a punto de salir. Esperaré un par de minutos, no pasa nada, que aguante el médico.
    “Francisca Gómez Ramos, consulta uno
    ¿Cómo que consulta uno? Me han saltado el turno. ¿Es que no esperan ni dos minutos? Son impresentables. Después de estar esperando yo hora y media resulta que ellos no pueden esperar ni dos minutos. ¿Y si hubiera ido al baño? Eso es, les diré que me había ido al baño, y que, además, no se entiende un carajo lo que dicen por los altavoces. Pero lo gestionaré luego, después de que haya salido Ana y le haya devuelto su carpeta. Está decidido, no le doy más vueltas: esperaré hasta que salga Ana. Bueno, voy a sentarme y a tranquilizarme otra vez, vaya disgusto. Menos mal que tengo esta carpeta-tesoro, es lo único que me consuela, aquí, entre mis brazos la tendré hasta que se la devuelva a su dueña.
     Se abre. Se abre la puerta del número 3, ahí sale...
    ─Perdona... ¡Oye, perdona...!
     Se vuelve. Parece contenta, todo le ha debido ir bien. Y se acerca sonriente al ver la carpeta. Me mira. Su mirada es ahora radiante. Se acerca y me regala una sonrisa cautivadora; y yo... yo no consigo articular palabra.
    ─Muchísimas gracias! Ni cuenta me había dado de que me la dejaba ─hace un gesto de alivio girando levemente la cabeza a un lado y al otro, pero sin dejar de centrar en mis ojos su mirada celestial. Está aún más preciosa con el cuerpo bien erguido, pletórico, con su cara iluminada. Apenas consigo balbucear un “de nada” ininteligible; ella se queda esperando dos o tres segundos a ver si consigo decirle algo más... pero no; y, sin dejar de regalarme su sonrisa, transforma moderadamente esa mirada de euforia desbordante en otra, también luminosa, pero a la que añade una pequeña dosis de comprensión, y tal vez de ánimo, hacia mí.
  
    ─Adiós. Adiós y muchísimas gracias ─abraza la carpeta mientras me lo dice; a mí no, abraza a mi carpeta-tesoro.
    Las flores bordadas del filo de su vestido vuelan en círculo cuando ella se da media vuelta. Y se va. Y con ella se lleva mi carpeta-tesoro. Y con ella se van sus dos rodillas tiernas y angulosas.
     Me he vuelvo a sentar. No sé por qué, pero me he vuelto a sentar, y en el mismo asiento de la esquina. La enfermera colgada en la pared sigue diciéndome ssss... todo el rato. No sé qué clase de tumor tengo o no tengo. No sé a qué espero. Soy imbécil, es lo único que sé.
    ─¿Son de usted estas gafas? Estaban aquí, debajo del asiento.
    Ante la mirada atónita del amable señor, cojo la funda con las gafas de Ana y salgo corriendo escaleras abajo.


con toda su lana



Con toda su lana
(Antonio Bisquert, 29-04-2015)


Calma, mucha calma. La ocasión es aquí y ahora, está claro, pero sin prisas, joder, mejor esperar a que ella se acerque al borde y pueda empujarla de forma rápida. Eso es, será apenas un instante de nada, un trágico accidente.
     —Yo creo que nunca había venido aquí en un día tan claro, hay una visibilidad de la hostia. Fíjate, se ve hasta la carretera comarcal ¿no es aquella?. Ni caso me hace Acércate, mujer, que desde ahí no ves nada.

     —Ni de coña, con la altura que tiene esto. Mi madre nunca nos dejaba subir ¿sabes? nos decía: “Si vais a las peñas, ni se os ocurra acercaros al acantilado” .Y mi hermana no le hacía caso, veníamos las dos y ella se sentaba así igual que tú, con las piernas colgando. Yo en cambio siempre fui la obediente de la familia.
No sé por qué demonios se ha empeñado en interrumpir la revisión de la casa para subir aquí, con la de cosas que hay que hacer y estando todo por organizar. Pero la verdad es que con este solecito se está de maravilla, qué sensación de paz, qué gozada, este airecito tan suave con aromas de romero, de lavanda... Es curioso porque yo de pequeña no valoraba en lo más mínimo nada de esto, odiaba la aldea, aquí me aburría y estaba siempre deseando ir a la ciudad. Ahora en cambio no soporto Madrid. Él puede hacer lo que quiera, pero yo lo tengo absolutamente decidido: me vengo a vivir aquí, aunque sea sola.
     —Que no se nos olvide medir la cocina ¿eh?, bueno, y todas las habitaciones. A ver qué muebles de casa nos podemos traer. Yo creo que la mayoría son aprovechables.

     Calma, joder, calma. Tengo que mantener la cabeza fría y esperar el momento preciso.
     —Eh... Ah sí, hay que medirlo muy bien todo, sí. Pero acércate, anda, verás qué maravilla de vistas.

     Lo bien que va a estar Peluso aquí, corriendo en libertad por todas partes. No sé por qué leches hemos tenido que dejarlo en casa, encerrado en la terraza el pobre. Estoy harta, siempre tengo que ser yo la tonta que ceda en estas discusiones. Y debe hacer un calor tremendo en Madrid, por dios, con lo mal que soporta él el calor. Debería llevarlo al peluquero, que le hagan un buen pelado de cara al verano. Aunque, qué tontería, aquí no le va a hacer falta, va a estar bien fresquito. 
     —Y la obra... lo mínimo posible ¿eh?. Hay que hacerle una buena caseta a Peluso; revisar el tejado y reponer las tejas que faltan; cambiar la puerta de atrás; pintar toda la casa, eso sí, por dentro y por fuera; y... poco más. No vamos a gastarnos el dinero sin necesidad.

     A lo mejor si la provoco se acerca, no sé... O no, vete tú a saber, tal vez se le ocurra largarse y entonces sí que la hemos jodido, las reacciones de esta cretina son imprevisibles. Pero, coño, algo habrá que hacer. 
     —¿Dinero dices? Pero si ahora estás forrada, tienes para hacerte cien casas nuevas si quieres. Por cierto, sigo pensando que la finca que se queda tu hermana es mucho mejor que esta ¿eh?, sin comparación. Hemos hecho el tonto.

     —¿Cómo que “hemos”? La herencia es mía, perdona. Y lo del régimen de gananciales ya te he dicho que hay que revisarlo cuanto antes, y no te lo tomes a mal, por dios, se trata sencillamente de poner las cosas en su sitio. Es lo normal ¿no?. En cualquier caso no insistas, leches, el tema de las fincas está cerrado, las escrituras firmadas y no vamos a darle más vueltas a eso. De verdad que estoy harta de ese dichoso tema.

     Esta mujer es absolutamente gilipollas, y desde que se cree que va a poder ser una niña rica está más gilipollas aún, si cabe. No mueve el culo, hostias, y yo no querría tener que forzar la situación.
     —Por allí viene el pastor. Mira, ven a verlo, ahí está con su rebaño. Ese era pariente de tu familia ¿verdad? 

     —Será pariente de... quien yo te diga, imbécil. Te inventas las cosas, leches. Te lo inventas todo y luego te lo crees, que es lo peor.

     —Pariente de mi puta madre, sí, venga dilo, mujer, ¿por qué te cortas?.

     —Yo nunca diría eso, ni lo pensaría, por dios, ya lo sabes.

     —Joder, pues fuiste tú quien me dijo que ese pastor era familiar vuestro, no sé si muy lejano o qué, pero me lo dijiste, y creo que fue el primer día que me trajiste aquí, hará ya diez o doce años ¿no?. Me acuerdo perfectamente, porque luego estuve un buen rato charlando con él, y me soltó una frase... magnífica, de esas que jamás se olvidan.

     —Déjate de frasecitas que se nos echa la tarde encima, por dios, y hay mucho que hacer.

     —Ah, mira, y trae un perro también, fíjate cómo el perro le ayuda a juntar el rebaño, es increíble... Que te lo estás perdiendo, mujer, míralo. —Bueno, por lo menos he despertado su curiosidad y se ha puesto de pie a mirar. Pero sigue sin acercarse, hostias, me lo está poniendo difícil esta cabrona. —Acércate, mujer, escucha, escucha... oh... el sonido de sus badajos, qué bucólico todo, como a ti te gusta. Mira, las lleva sin esquilar, con toda su lana. Bueno, pues lo que te iba diciendo: aquel día las llevaba igual de lanudas que hoy y, después de estar un buen rato charlando, contándome las ventajas de vivir en el campo y tal, va y me dice: “ Es que donde esté una buena oveja, con toda su lana... que se quite cualquier mujer” Ja, ja, qué bueno ¿verdad?. Y yo le contesté: “Sí, seguro que sí, pero bueno, en la ciudad también tenemos a perros y gatos, y hay mujeres que lo tienen claro: donde esté la lengua de un buen perro, de esos bien lanudos, que se quite...” ¡Eh! ¿qué haces? ¡Aaaaaaaaaaah...!

     —¡¡Dios mío, Dios mío!! ¡¿Qué he hecho, por Dios?! ¡Qué he hecho!