No aguanto más
Me meo. Las once de la mañana y aún estoy en la cama. No sé por qué demonios me acuesto tan tarde últimamente. Sí, sí lo sé, claro que sí, no me duermo porque cada noche espero tu llamada. Minuto a minuto espero, teléfono en mano como un imbécil, una llamada o un mensaje al menos, cualquier noticia tuya. Así paso hora tras hora hasta que, casi de madrugada, caigo en un profundo sueño. Ya no aguanto más, me meo, voy urgentemente al vater.
Con amarga resignación, así comienzo esta lúgubre mañana de domingo sin ti. En mi cabeza siempre presente aquella frase tuya: “Es que de vez en cuando creo que necesito mi propio espacio y mi propio tiempo; te pido tan sólo dos o tres días y enseguida vuelvo ¿de acuerdo?”. Y entonces yo, estúpido de mi, voy y te contesto: “Lo entiendo perfectamente, Yolanda; y tengo claro que, durante tu ausencia, ni te llamo ni te envío mensajes, salvo en caso de urgencia, claro.” Pero de dos o tres días nada, sino seis, de lunes a domingo; ya llevo seis días sin noticias tuyas. No aguanto más, me vuelvo loco.
Me acerco a la ventana y te magino allí en el parque conmigo entre los árboles, como cada mañana de domingo; felices los dos. Evoco tu cara sonriente mientras acaricio con mis manos la frialdad del cristal. ¿Mis manos...? Ahora que las miro... Qué sensación tan rara, no tengo el teléfono en las manos. Corro al dormitorio a por él. Lo cojo y entro desesperado en los mensajes... pero nada de nada. No sé, seguramente yo también necesito un poco de tranquilidad. Eso, basta ya de tanta angustia absurda. Dejo el teléfono en la mesilla de noche. ¡Mis manos por fin libres! Respiro en profundidad, me relajo y vuelvo a la ventana.
Otra vez revivo nuestros paseos por el parque de enfrente. Ay por dios... cómo te echo de menos. Esa amplia sonrisa tuya, el tacto suave de tu mano con la mía. Igual que aquella pareja de enamorados que ahora veo a lo lejos, felices de paseo bajo unos castaños de indias ya otoñales, preciosos, con hojas amarillas, algunas incluso naranjas. Entre tantos árboles apenas consigo verlos. El hombre, mucho más alto que ella y con pasos de gigante, creo que sí lo identifico: el vecino del tercero tal vez. A ella en cambio no la veo ahora, inmersos ya en la zona más densamente arbolada.
Me mantengo a la espera hasta que ya de nuevo tengo a la vista esa feliz pareja. Aún distantes pero bien visibles los dos. El rostro de ella oculto tras un pelo largo y rizado; y ahora que me fijo... ¡Muy parecida a ti! Pero... ¿eh? ¡Dios mío! Sí, ahora te identifico perfectamente, o al menos eso creo. Casi irreconocible, eso sí, con una imagen muy distinta: un vestido de colores atrevidos y bastante ajustado; esa melena suelta con rizos; pero con esos andares tan... tuyos. ¡No doy crédito a mis ojos! ¡Joder, Yolanda con “el largo”, ese gilipollas del tercero! ¡Me cago en dios! Aunque... un momento... no sé, a tanta distancia apenas distingo los rasgos faciales. Tal vez me equivoco. Soy un maniático, sí, joder, me siento un celoso de mierda, como toda esa gente a la que critico con frecuencia . Me repugno a mi mismo, me doy vergüenza, pero yo no aguanto más esta duda, lo siento; así que... Allá voy.
Salgo de casa, desciendo los escalones de tres en tres. Ya en la calle cruzo sin importarme las bocinas increpantes de los coches. Corro desenfrenado. Y mientras corro me insulto a mí mismo sin piedad: Soy un auténtico gilipollas, estoy como una cabra. Ya me adentro por el parque. Soy un maniático compulsivo, un loco de atar. Y Siento el corazón hiperacelerado, pero no me importa, sigo mi carrera histérica. Voy en busca de la verdad, no encuentro nada malo en ello, joder; es lo único que necesito, la verdad y nada más que la verdad. Ya casi llego... Hostias, veo al vecino hijoputa ese pero no a ti. Pues a por él voy.
—¡Eh...! ¡Eh tú! —grito entre jadeos según me acerco a él cada vez más, a pesar de sus enormes zancadas.
—¿Qué?
—¡Un... un momento, po... por favor! — con el sofocón que tengo apenas articulo palabras inteligibles.
—Ah, hola vecino ¿Qué tal?
—Hola, hola —mientras recupero el aliento hago una pausa deliberadamente prolongada mientras observo en él un gesto de inquietud claramente culpabilizador.
—Pues te cuento sin más preámbulo: Esta mañana, después de levantarme, voy, me asomo a la ventana y te veo en este parque con una persona a quien creo que conozco, una antigua amiga; aunque no estoy de todo seguro, porque a tanta distancia...
—¿De nombre Clara, tal vez? —esa pregunta me resulta tranquilizadora en cierta medida. Respiro en profundidad y contesto ya sosegadamente.
—No, no recuerdo ahora mismo su nombre, pero Clara no.
—En cualquier caso, ahora te enseño la foto de mi amiga Clara y santas pascuas.
—Pues sí, estupendo, así veo su cara y disipo cualquier duda —le contesto.
Veo la foto de Clara y no entiendo mi confusión porque apenas tiene rasgos parecidos a Yolanda. Debo ir pronto al oftalmólogo, sin falta.
—Muy guapa tu amiga, desde luego, pero parecido con la mía ninguno. Muchas gracias en cualquier caso y te deseo un buen resto de paseo dominical, estimado vecino —vaya, no recuerdo ahora su nombre, qué corte, yo siempre me refiero a él como “el largo”, lo mismo que la mayoría de los vecinos.
—Lo mismo te digo, Lorenzo —Ah, pues él el mío sí, qué cabrón
Me siento fatal tras este absurdo incidente. No sé por qué demonios pongo en duda la fidelidad y la bondad de las personas, en especial la de mi querida Yolanda. No tengo perdón. Qué ganas tengo de ti. No aguanto más esta separación, seis dias llevo sin hablar contigo; sin tan siquiera alguna noticia tuya. No voy a comerme el coco ni un segundo más, te llamo. Hostias, pero mi móvil lo dejé encima de la mesita de noche. Qué putada. Giro mi cuerpo hacia atrás y le digo a mi vecino:
—Perdón, de nuevo perdón, estimado vecino, pero una vez más necesito tu ayuda.
—A tu entera disposición.
—Pues estoy sin móvil, soy un desastre, y tengo a mi madre en la puerta sin llave, seguro que desesperada. Me veo en la necesidad de...
—Por supuesto —aun no termino la frase y ya tengo su teléfono a mi disposición. Qué majo “el largo”.
—Gran amabilidad la tuya. Te ruego me disculpes. Un minuto sólo, de verdad.
Me alejo unos cuantos pasos. Estoy marcando ya tu número con ansiedad, querida Yolanda, confío en tu comprensión y benevolencia... Un primer ring... el segundo... el tercero...
—Hola Enrique ¿Qué tal?
Joder... Me cago en sus muertos. O sea que Enrique ¿eh? Sí, por fin recuerdo el nombre de “el largo”, este vecino del tercero tan hijo de la gran puta.
—Pues muchas gracias, Enrique. Aquí dejo tu teléfono —Le digo mientras abro los dedos y lo dejo caer al suelo— Ah —añado a continuación— y me cago en todos tus muertos. Adiós, adiós.
Y así por fin yo, Lorenzo “el celoso de mierda” (mi nuevo mote en el barrio), acabo de una puñetera vez esta calamitosa historia. Estoy ya hasta los mismísimos cojones de tanto verbo en primera persona del presente de indicativo y ninguno en otros tiempos verbales mucho más hermosos, como los subjuntivos, los futuros o pasados, ni tan siquiera participios o gerundios. Un horror. Y sin más me despido de usted, querido lector. Termino este relato de una puñetera vez. No aguanto más.