Wednesday, 7 April 2021

La foto

 


La foto


Aparecemos los dos agachados a ambos lados de mi madre que está sentada en el centro. Se nos ve idénticos. En segunda fila, de pie, están mi padre, mi hermana y mi hermano mayor. Todos sonreímos mirando a la cámara. El fondo y los contornos de nuestra imagen lo completan: la arena, el mar y el cielo, en tres capas apiladas una encima de otra. Es la única foto de aquel día. Una típica foto de familia en un día de playa. Era el cumpleaños de mi madre, el 22 de agosto de 2009. Teníamos 13 años.

Acabo de escanearla en alta resolución y ampliarla a tamaño folio. He visto esta foto miles de veces a lo largo de mi vida, y aún sigo descubriendo nuevos detalles. Ahora, viéndola en esta nueva dimensión, siento cómo se remueven los pliegues más recónditos de mi memoria y empiezan a aflorar sensaciones de aquella época.

El parecido entre nosotros es increíble, no en balde somos gemelos univitelinos. Las caras exactamente iguales, mirando a la cámara con los ojos encogidos para evitar el sol. La misma postura, en cuclillas con las piernas plegadas y las rodillas en punta como si fueran las patas de un saltamontes. Lo único que nos distingue es el bañador. Siempre que íbamos a la playa, desde que éramos muy pequeños, mamá nos ponía bañadores de distinto color, no había otra forma de diferenciarnos.

Éramos los terceros. Mis padres tenían un hijo primero, una segunda y dos terceros. A mí me molestaba muchísimo que se refirieran a nosotros como “los terceros”, hubiera preferido ser el cuarto, o el tercero, es igual, pero tener al menos un número de orden distinto al de mi hermano, y es que ni siquiera en eso yo tenía una identidad propia diferenciada de él. Éramos los terceros, decía, y todos muy seguidos, cuatro hijos en menos de cinco años. La verdad es que mis padres no tenían mucho tiempo para fijarse en las pequeñas diferencias físicas, que alguna sí había, entre mi hermano gemelo y yo. Los dos trabajaban mucho, volvían tarde a casa y sólo se dirigían a nosotros para lo básico: “¿os habéis lavado los dientes?; No dejes el grifo abierto, Carlos, que no se debe gastar tanta agua”. Y yo continuamente tenía que decirle “No soy Carlos, mamá”. “Vale, pues Iván: cierra ya ese grifo, venga, y no molestes a tu hermano”.

Fue esa carencia de identidad propia, ese deseo de diferenciarnos, lo que nos llevó a divergir en opiniones y en gustos desde muy pequeños. El bañador amarillo era mi bandera, el símbolo de mi vida autónoma e independiente de la de mi hermano. Amarillos escogía siempre los juguetes las raras veces que me daban a elegir, amarillas las camisetas, los globos de los cumpleaños, mis caramelos eran siempre de limón. En los dibujos del colegio un enorme sol amarillo ocupaba todo el cielo; desterré el rotulador azul y los lápices azules de mi estuche por ser el color de mi hermano.

Carlos y yo nos queríamos, aún a pesar de profesarnos cierta envidia mutua. Él envidiaba mi coraje, mi rebeldía; pero era, sobre todo, admiración más que envidia. Yo, en cambio, llevaba fatal la rectitud con la que él hacía todo, su honestidad, todas esas virtudes que para mí eran inalcanzables. Lo suyo era una “envidia sana”, lo mío “envidia cochina”

No sé quién sacó la foto, tal vez un vecino, o cualquier persona que estuviera por allí. Pero sí recuerdo perfectamente el momento: justo después de comer, tras la tarta de cumpleaños y a la espera de poder meterse en el agua. Nos prohibían bañarnos después de comer, era absurdo, hasta pasadas dos horas no nos dejaban. En eso mi madre era totalmente irracional, no había manera de convencerla. Solíamos llegar tan tarde a la playa que apenas nos dábamos un chapuzón ya teníamos que comer, y luego una espera absurda de dos horas eternas con un calor agobiante hasta “haber hecho la digestión” y podernos bañar. Total que luego, recién metidos al agua, había que volver a salir para cambiarse, merendar un bocadillo y sin más volverse a casa. Aquellos días de playa sabían a muy poco, nos quedábamos con la miel en los labios. Por eso cuando fuimos haciéndonos mayores y nos permitían más libertad de movimientos solíamos ir a las dunas después de comer. “Pero no os alejéis mucho ¿eh?”. “No mamá, no te preocupes”. Y una vez allí, quitándonos el bañador para no mojarlo, nadábamos y buceábamos en pelotas todo lo que queríamos, nos secábamos un poco al sol y nos poníamos los bañadores, totalmente secos, para volver. “¿No os habéis bañado, verdad?” era la pregunta obsesiva de mi madre. A Carlos le costaba mentir y miraba al suelo sin contestar. Yo, en cambio, solía responder: “No mamá, cómo vamos a bañarnos si estábamos en digestión”. Ella respondía con un “Ya, ya” y una breve sonrisa dirigida hacia él, rara vez hacia mí. Qué mal llevaba yo esa discriminación en el trato. Carlos y yo éramos físicamente idénticos, pero él era el bueno, el formal; yo, en cambio, el travieso y mentiroso. En nuestro cumple siempre me tocaba a mí el peor regalo. Como pasó en el último:

—Pero ¿Porqué no te gusta el jersey, Iván? Mira, son exactamente iguales los dos.

—No, mamá, el suyo es azul.

—Bueno, y el tuyo verde, igual de precioso.

—No, yo lo quiero amarillo. Él lo tiene de su color favorito y yo no. No es justo, mamá.

—Es que sólo había en estos dos colores. Mira, Iván, no se puede vivir siempre envidiando lo que tienen los demás; así no se disfruta de lo que uno tiene. La envidia nos ciega, nos impide la felicidad.

—Pues yo no quiero la felicidad, mamá.

—¿Ah no? ¿Y que quieres entonces?

      —Un jersey amarillo —al contestarle esto se me escapó una risa contenida, lo cual sonó a una rendición que todos celebraron a carcajadas. Me costaba reivindicar mis derechos con la seriedad precisa.

De los cuatro hijos, Carlos también era el preferido de mi padre. Le veíamos muy poco, siempre estaba de viaje. “Cuánto habéis crecido. Estáis hechos unos mozalbetes. A ver... no me lo digáis ¿eh? tú eres... Iván y tú Carlos.” “¡No! gritábamos a coro los dos”. Él intentaba tratarnos de igual manera, pero enseguida empezaba a regañarme por cualquier cosa que hiciera mal. Carlos, en cambio, solía ganárselo con carantoñas y siempre le proponía jugar al ajedrez, que a mí entonces no me gustaba, se pasaban horas y horas delante del tablero.

Según pasan los años, va aumentando la importancia de las fotos a la hora de reconstruir la historia de nuestras vidas, nos transportan al pasado y nos ayudan a analizarlo y digerirlo. Pero también tienen un cierto efecto de distorsión, parece como si alteraran la importancia de los hechos, resaltando sólo lo que en ellas se ve, y dejando a las puertas del olvido todo lo demás.

Entre “lo que no sale en las fotos” de mi vida, figura, muy destacado en primer lugar, lo sucedido después de ser tomada esta imagen.

Aquel verano mi hermano y yo habíamos empezado a llevarnos muy bien. Pero llegó Bea, y Bea era preciosa. Para mi fue una aparición, un descubrimiento deslumbrante que me mantenía entusiasmado todo el día. Cuando salíamos con el resto de la pandilla a ella se le notaba que me prefería a mí, pero a Carlos no parecía importarle. En la playa jugábamos mucho los tres, salvo en aquellos juegos, ya no tan infantiles, que implicaban un contacto físico, en los que él se resignaba a un segundo plano; entonces Bea y yo aprovechábamos para tontear y dar rienda suelta a nuestros primeros deseos. Qué felicidad transmitía su inmensa risa al saltar las olas cogidos de la mano, al rodar juntos dunas abajo. Recuerdo la arena pegada a su piel, que yo quitaba suavemente con la yema de los dedos, deliberadamente despacio, provocándole más y más risa.

Tras hacernos la foto de familia, Carlos y yo nos fuimos en seguida a las dunas. Bea llegó muy tarde aquel día. Yo no contaba ya con que viniera. Estábamos buceando cerca de la rocas cuando la vi de lejos corriendo hacia nosotros, daba brincos mientras hacía círculos con la toalla, como si de una onda se tratara, sin dejar de correr. Yo empecé también a saltar y a dar voces, sacando todo lo que podía mi cuerpo del agua, para que, aún en la distancia, ella viera bien que estaba desnudo. En uno de mis saltos Carlos me dió un buen empujón haciéndome caer de mala manera y hundirme, momento que él aprovechó para salir corriendo del agua. Yo estuve aún un buen rato dentro, tosiendo, expulsando el agua que había tragado e increpando a gritos a mi hermano, cuando me recuperé y empezaba a salir los vi. Fueron sólo unos segundos pero yo no daba crédito a aquella imagen: Bea abrazándole con todas sus fuerzas, dando besos como loca a mi hermano Carlos, que al salir se había puesto mi bañador, mi bañador amarillo.

Salí rápidamente y corrí tras él, que se dio a la fuga mientras Bea quedaba perpleja en la orilla sin entender lo qué pasaba. Le perseguí furioso pero no pude alcanzarle, subió a la duna y se perdió de vista al otro lado cuando le lanzaba mis últimos insultos. “Me da igual, ya tendré ocasión de vengarme”, pensaba mientras me ponía su bañador azul.

Bea y yo volvimos sin decir palabra, alejados uno del otro.
Y media hora después el escenario es otra vez el mismo: nuestra zona habitual de la playa, donde está sacada la foto.

—Carlos, ¿dónde anda Iván? —preguntó mi madre sin fijarse más que en el color azul de mi bañador.

    No sé, mamá, se quedó en las dunas —le respondí yo sin aclarar la confusión.

    Carlos tardaba en volver y estaba ya anocheciendo. Mi madre estaba muy, pero que muy preocupada por Iván, o sea por mí. Y yo, desde la personalidad prestada de mi hermano, era testigo directo; presenciaba asombrado y con el alma encogida su enorme cariño hacia mí.

    —Voy a buscarlo —le dije asumiendo el comportamiento de Carlos.

    Mi padre, que no había levantado aún su vista del periódico, se puso en pie y dijo que me acompañaba. Iniciábamos la marcha justo cuando mi figura, con pantalón amarillo, apareció de lejos.

    —No, míralo, ya vuelve —dije señalándolo.

A partir de entonces todo fue distinto. Con aquel cambio de bañador, Carlos y yo habíamos cambiado también los papeles. Tuvimos la oportunidad de experimentar y comprender la conducta del otro. Los dos nos convertimos en una mezcla de ambos. Él se volvió más golfo, yo más serio. Y de esta forma crecimos, ya sin apenas envidias. Ni sanas ni cochinas envidias. La vida es más apacible así. Aunque el caso es que su actual novia es majísima, me cae fenomenal y... no sé yo.