La casa del indiano
Llegaron al caer la tarde. Cesar bajó del coche y se acercó a la entrada. Levantó el anclaje de la gran cancela que daba paso al jardín, y tuvo que esforzarse empujándola con fuerza hasta conseguir que girara lentamente sobre sus pernios oxidados. Berta, sentada al volante, lo animaba:
—Venga, fortachón, que tú puedes.
Un chirrido acompañó el giro de la cancela sonando desgarrador, como un quejido, que duró varios segundos cambiando de un tono agudo al principio a otro más grave. Él sonrió finalmente, colocándose en el centro del paso para indicarle, con un gesto de ambas manos, que ya podía meter el coche. Ella empezó a aproximar el morro pero al ver la estrechez del acceso bajó la ventanilla y le dijo:
—Va a entrar muy justo ¿no?
—Pues sí, un poco justo, mejor déjalo ahí que aún tenemos que ir al pueblo a comprar comida.
Tras sacar sus bolsas de viaje del maletero, anduvieron cincuenta metros hasta la puerta de la casa. Encontraron la llave en el zaguán detrás del tiesto de la hortensia, tal como les había indicado el dueño en la conversación telefónica que mantuvieron tras hacer la reserva. Era un caserón enorme con dos alturas, aunque solo la planta baja se alquilaba. Entraron al salón y les asombró, era amplísimo y magníficamente amueblado.
—Qué preciosidad. Mira esta alacena —ella abrió la puerta de celosía para ver la vajilla que contenía.
—Sí, todos los muebles y objetos son de época, una maravilla —respondió él.
Los dos comentaron que esta vez, por raro que pareciera, las fotos de Airbnb sí se ajustaban a la realidad. Techos altos de vigas vistas; en las paredes oleos de buena factura, como paisajes, varios retratos y un bodegón; en la del fondo, bajo la escalera de acceso a la planta superior, una curiosa colección de máscaras de carnaval. De ahí, un pasillo daba primero acceso al cuarto de baño, precioso, con una bañera antigua de hierro fundido exquisitamente ornamentada, y al fondo el único dormitorio que había en la planta, pero muy amplio, con cama ancha bajo dosel artesonado.
Cesar fue abriendo las contraventanas del inmenso salón, cada una con elegantes cortinas de terciopelo a ambos lados; llegó al fondo del salón y ascendió por la escalera hasta una puerta con un letrero que advertía “acceso reservado a la propiedad”. Berta curioseaba en la cocina, que estaba anexa al salón, junto a la entrada, con un enorme fogón, un horno de leña y toda clase de utensilios antiguos colgados por sus paredes.
—Ven, Cesar, mira qué exposición de cuchillos; hay más de treinta, de todos los tipos imaginable. Aquí ha vivido un carnicero, seguro.
—Un indiano —le contestó él.
—¿Indiano?
—Voy. —fue a su encuentro y al llegar a la cocina continuó— Lo decía en el anuncio cuando describen la casa. Cuentan que el propietario era un emigrante que, al volver de las Américas forrao de pasta, compró la finca y se construyó esta casa. Indianos se les llamaba a estos ricachones, son de finales del siglo XIX.
Berta seguía examinando los cuchillos cuando Cesar la abrazó por la espalda. Ella dejó sobre la encimera uno largo de filo de sierra que sostenía, le cogió las manos que acariciaban su cintura y, entornando los ojos, se las llevó a la boca para besarlas.
—Es alucinante, Cesar, una maravilla de casa. Has tenido muy buen ojo al elegirla.
—Fue sencillo. Tenía excelentes opiniones de los clientes; y el dueño estuvo amabilísimo cuando le llamé.
—Ah, y no has visto lo mejor —le dijo ella volviéndose para mirarle de frente.
—¿Qué? —pregunto él.
—Ven. —cogiéndole la mano volvieron al salón— Chan ta ta chan... La chimenea. Mira, está lista para ser encendida, han puesto astillas pequeñas colocadas debajo de los troncos, papel de periódico y hasta cerillas. Me recuerda mucho a la de mis abuelos.
—Están en todo, qué detallazo —se agachó él— Ah, pues hay que encenderla ya mismo.
—No, déjame a mí, que tú no sabes —se agachó ella también— Mira, hacemos una cosa; te acercas al pueblo por algo de comer y yo mientras la enciendo y organizo un poco el equipaje ¿vale?
—Vamos mejor los dos ¿no? ya la encenderemos después.
—No, no, mejor ahora, que un espacio tan grande tarda en calentarse. Venga, tráete pan y algún embutido o cualquier cosa que encuentres.
—Pues vale, sí, que el calorcito nos vendrá bien esta noche. Y buen vino, a ver si encuentro un buen vino, pero me temo que esto debe ser una aldea pequeña. Bueno, pues enseguida vuelvo. Hasta ahora —se despidió.
—Hasta ahora —respondió Berta al tiempo que encendía la cerilla y la acercaba al papel que acababa de arrugar.
La leña prendía con viveza. Los primeros chisporroteos se mezclaron con el quejido de la cancela al salir Cesar, ahora empezando en tono grave y terminando en agudo, tras el cual se oyó el choque metálico del cierre. Ambos sonidos se juntaron en la cabeza de Berta, circulando de un pliegue a otro de su cerebro, amortiguándose hasta el silencio.
Al rato advirtió un nuevo ruido. Un lento “cling... cling...” se repetía todo el rato. Parecía salir de la cocina. Se acercó y efectivamente, era un goteo del fregadero. Apretó con fuerza los dos grifos pero las gotas seguían cayendo sobre el filtro cromado del desagüe, “cling...” cada tres o cuatro segundos, cling...”, así que lo dejó y volvió al salón. Cogiendo las dos bolsas de viaje se dirigió con ellas al dormitorio. La luz que entraba por las ventanas había menguado ya, y al girar en el pasillo buscó algún interruptor, pero no lo encontró hasta la entrada del baño. Allí lo pulsó pero no se encendió luz alguna. Lo intentó entonces con el del armarito encima del espejo y tampoco. Pensó que tal vez habían pasado por alto alguna de las instrucciones de entrada en la casa, como subir el disyuntor en el cuadro eléctrico, eso sería. “Es Cesar quien se lo leyó todo” —pensó mientras iba hacia la entrada dejando las bolsas en medio del pasillo— seguro que se le olvidó”.
Encima de la puerta de entrada estaba el cuadro eléctrico. Tuvo que subirse en una silla para girar su tapa a un lado y abrirlo. Todos los disyuntores estaban hacia arriba; aún así bajó el principal y lo volvió a subir sin obtener resultado alguno.
—Joder, qué putada —exclamó en alto— estamos sin luz.
Bajó en busca de su bolso, hurgó sin encontrar el móvil, se examinó los bolsillos del pantalón.
—Hostias ¿dónde demonios lo habré metido? En la bolsa, tal vez.
Berta se fue hacia el pasillo, pero al pasar por delante de la colección de máscaras le pareció que tras una de ellas había luz. Un sobresalto le hizo parar en seco, sin atreverse a acercarse. “Qué tontería, joder, debe ser un reflejo de la chimenea”, pensó, y continuó hacia el pasillo, no sin cierta cautela pues ya la oscuridad impedía moverse con seguridad, fue despacio tanteando la pared hasta tropezar con las bolsas. Las agarró y volvió hacia la chimenea, gracias a la cual el salón sí estaba algo iluminado. Al pasar por las máscaras evitó mirarlas.
No, tampoco en su bolsa de viaje encontró el móvil. Estaba empezando a buscar en la de Cesar cuando se acordó.
—Imbécil de mí. Está en el coche, joder. Lo hemos venido usando como GPS todo el trayecto. Ahí estará, en su sujeción del salpicadero. No sé si...
Al darse cuenta que estaba hablando en voz alta, se calló de inmediato llevándose una mano a la boca y a continuación, con mucho recelo, dirigió su mirada hacia la pared de enfrente. Aún a esa distancia, toda la longitud del salón, una tenue luz se podía observar en el centro tras una de las máscaras. Ella se movió de un lado a otro de la chimenea intentando averiguar si era un reflejo, pero la lucecita seguía allí sin inmutarse. Pensó en ir al coche a rescatar su teléfono. No había oído el motor, por lo que Cesar habría ido al pueblo andando, el anuncio decía “a 100 metros del pueblo”.
Se acercó a la ventana, la más próxima de las tres. La oscuridad era ya prácticamente absoluta, apenas se adivinaban un par de árboles cercanos. Era una noche sin luna, sería difícil atravesar todo el jardín hasta la entrada. No tenía sentido. Decidió que esperaría a que Cesar volviera.
Fue al darse la vuelta y volver a la chimenea cuando se escucharon unos pasos en el piso de arriba que provocaron en Berta un tremendo escalofrío. Fueron apenas cuatro o cinco pasos, no más; después pararon. La chimenea pareció haber enmudecido también, los troncos seguían ardiendo pero ya lentamente sin emitir ningún ruido. En aquel silencio, el goteo pertinaz del fregadero cobraba protagonismo “cling... cling...”. ella continuaba absorta mirando el techo, a la espera de sentir nuevos pasos cuando, al bajar la vista hacia el frente, advirtió la ausencia de la luz tenue tras la máscara; ya no estaba. Que extraño. Pensó en acercarse, levantar aquella maldita máscara y desvelar su misterio. Desenmascarar aquella extraña luz, fuera lo que fuera. Pero ya daba igual, la luz había desaparecido, y ella se sentía bloqueada, inmersa en el pánico.
Pasaba el tiempo y Cesar no volvía. En algún momento tenía que tomar una decisión. “Contaré hasta cien —se dijo a sí misma con firmeza— Eso es. Cien gotas, ni una más, y saldré, saldré corriendo como pueda hacia la carretera; allí espero ver ya las luces del pueblo, seguro que las veré, no está lejos”.
“Cling...” una... “cling....” dos... “cling.....” tres... La frecuencia del goteo parecía disminuir progresivamente, “cling...... cuatro... las gotas sonaban cada vez más distanciadas.
Caía la séptima gota cuando sucedió. Berta vio un rostro aparecer repentinamente por la ventana más próxima a ella. Era un hombre que portaba una mascarilla negra encubridora. Una aparición brevísima, pero cierta. Ya no cabía duda, alguien se había asomado desde fuera para ver el interior; ella lo había visto con claridad, iluminado por el resplandor de la chimenea. Su reacción fue inmediata, se levantó como un resorte y cerró con fuerza la contraventana por la que había aparecido el intruso; en seguida cerró también las otras dos, asegurándolas cada una con su pasador.
No había recuperado el aliento cuando escuchó la aldaba de la puerta golpeando tres veces. Ella corrió despavorida y se apresuro a cerrar el pasado, este sí era de buen tamaño. Extenuada por el terror volvió a sentarse junto a la chimenea. Recordó entonces que el dueño le había advertido a Cesar que el sábado irían a podar los árboles del jardín. Pero sería mañana sábado, no ahora. ¿Qué demonios hace este hombre aquí?
No pasó más de minuto y se escuchó un golpe seco que rompía violentamente el cristal de una de las ventanas. Berta se puso en pie sobresaltada. Intentó ir hacia la cocina, necesitaba coger al menos un cuchillo para protegerse, pero le fallaron las piernas, cayó al suelo desvalida. Desde allí miraba secuencialmente hacia la puerta y cada una de las ventanas. Después siguieron varios golpes más, seguramente para echar abajo los restos del cristal que aún quedaban en los bordes. Tras un breve silencio hubo otro golpe, fortísimo y seco, con el que apareció en medio de la contraventana la hoja de un hacha enorme clavada hacia dentro. Pronto se oyeron unos bramidos estentóreos, los esfuerzos por recuperar el hacha de aquel individuo que pretendía entrar a toda costa. Pero, en una de las pausas, otro sonido se escuchó mas distante . ¡La cancela! Era el quejido de la cancela, exactamente igual que cuando entraron, primero agudo y luego tornando a grave. Esta vez sonó esperanzador. Por fin el sonido que había estado deseando oír durante tanto rato. Era Cesar, sin duda, por fin Cesar volvía. Pero, atención, era peligrosísimo que se acercara sin saber lo que allí pasaba. Tenía que avisarle de alguna manera, para ello calculó que, estando aquel individuo intentando recuperar el hacha, a ella le daba tiempo a abrir la puerta, aunque fuera sólo un par de segundos. Se armó de valor, desplazó despacio el cerrojo para abrirlo y, tras confirmar que el individuo seguía esforzado en el intento, abrió la puerta y gritó:
—¡¡Cesar, llama a la policía corre y no te acerques, no te acerques aquí!!
Cerró de inmediato; echó el cerrojo y pudo al fin exhalar un reconfortante respiro. Su pecho acababa de albergar una mínima esperanza.
Y hasta aquí puedo desvelar, queridos lectores. Perdonen que no me haya presentado hasta ahora. Soy el autor de este relato y dueño de la casa del indiano. Porque la casa existe, es real, como toda la historia que acabo de contaros. Historia interrumpida por el podador, cuya aparición no estaba prevista y que estuvo a punto de fastidiarme la película. He dicho película, sí, habéis leído bien. Tengo instaladas doce cámaras-espía: cuatro en el dormitorio, para captar tomas desde todas las perspectivas; tres en el baño, que suelen facilitar escenas muy cotizadas; otras tres en el salón, una de las cuales, la de detrás de la máscara, me da problemas como habéis podido observar, se le enciende el flash cuando le da la gana, la tengo que sustituir; y las dos restantes están en sitios estratégicos del jardín, y a veces son las que más juego dan. Con esas doce cámaras grabo a los inquilinos y luego monto mis películas. Cada fin de semana una nueva peli, que subo puntualmente a las mejores webs de pornografía. Hasta aquí puedo desvelar, queridos lectores. Si queréis saber qué sucedió a continuación entre Berta, Cesar y el podador, entrad en http:\\pornoxxxencasa.com . Para animaros a ello os adelanto que está resultando ser una de mis pelis con mayor número de visitas. De hecho, tras la experiencia con el podador, su hacha y su sierra mecánica, estoy pensando seriamente pasarme al cine de terror, sí, al gore. Diréis que soy un psicópata; pues vale, lo soy. Qué le vamos a hacer, en este mundo tiene que haber de todo.
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Antonio Bisquert
28-10-2020