Thursday, 22 November 2018

Me morí



Debió habérselo dejado a Bioy Casares, o mejor a Alfonsina Storni, que tanto lo deseaba, incluso a Carlos Gardel, que en un momento se acercó a la mesa y también se interesó por aquel manuscrito; cualquiera de ellos hubiera sido un mejor prestatario del documento, pero fui yo, insensato de mí, quien insistió con mayor tenacidad, hasta llegar a ponerme pesado: “A mí, por favor Jorge Luis, déjamelo a mí, te aseguro que mi crítica será despiadada, préstamelo aunque sólo sea esta noche, y mañana lo tendrás mecanografiado”. “Ni se te ocurra ¿me escuchás? me contestó tajanteesto es sólo un experimento, yo jamás publicaría algo así; no me encuentro cómodo con un texto de tal longitud, me cuesta controlarlo, vigilarlo en todo su conjunto como hago con los cuentos”. Sin embargo, pasado un rato, y tras mi insistencia, decidió utilizarme para poner a prueba su experimento. “Vos parecés muy interesado. Y me recordás a Quiñones, mi amigo gaditano, así pelado y con barba. Bueno, vos lo leés y ya me contás qué te parece”.
Hace muchos años de aquello y, la verdad, nunca acabé de comprender el por qué de tan sublime encargo. Aquella tarde, tras despedirnos, salí del café Tortoni con el manuscrito bajo el brazo y, como un lobo hambriento, corrí por la calle Florida aullando en cada esquina hasta el Plaza Hotel donde me hospedaba. Tras encargar en recepción que me subieran un grand marnier, como la ocasión merecía, subí a mi habitación en la octava planta y me instalé en el balcón, allí, ansioso, comencé a devorar aquel codiciado tesoro. Llevaba apenas tres o cuatro páginas cuando me percaté de que unos nudillos golpeaban la puerta, cada vez con más fuerza al no obtener respuesta. “Sí, sí, ya le abro”. Apenas empezaba la puerta a girar sobre su bisagra cuando una súbita corriente de aire entró traspasando la habitación hacia el balcón, originando allí un revuelo de aquellos valiosos folios. Sin tan siquiera saludar a la camarera del hotel corrí despavorido a sujetarlos. Pero era tarde, varios habían iniciado ya su vuelo. En un intento desesperado de agarrarlos asomé medio cuerpo por encima de la barandilla, atrapé uno y otro, pero eran ciento cincuenta folios escapándose de entre mis manos... ¡Insensato de mí...! Perdí el juicio, perdí... el equilibrio y volé, volé tras ellos. Caímos al vacío desde lo más alto del edificio. Mi vuelo fue más corto, es cierto, los folios de aquel insólito manuscrito volaron con mucha más gracia que yo, ¡torpe y mil veces torpe! En fin, tan sólo me quedó ese privilegio: sentirme una más de sus hojas, acompañarlas en ese trágico vuelo.
Al llegar abajo me morí. Sí, ya sé que el verbo morir no debería utilizarse en primera persona del pretérito perfecto. Me muero, me moriré, o incluso me moría también vale, pero “me morí” no. Y lo cierto es que yo me morí. Así fue y bien que lo siento, no por mí, desde luego, sino por haber malogrado aquel manuscrito tan singular, sorprendentemente extenso, aquel borrador de ciento cincuenta folios que bien podría haber llegado a ser la primera, la única novela de Borges; y no llegó a serlo por mi culpa, por mi grandísima culpa.