Rebeca se despertó sobresaltada. Con un movimiento repentino se incorporó apoyándose en los codos y, alzando su cabeza sobre la hierba, miró alrededor para recordar dónde estaba. Al sentir su melena rozándole, Salvador entreabrió los ojos y vio su espalda larga y arqueada, al final de la cual la cabeza erguida parecía salirse del paisaje, girando a izquierda y derecha como el periscopio de un submarino. También él tardó unos segundos en sentirse ubicado. Esparcidos alrededor estaban los envases de las bebidas y los envoltorios de los bocadillos que habían devorado tras el largo paseo por la finca. No sabían el tiempo que habían dormido sobre ese prado mullido de hierbas frescas. El sol ya empezaba a ocultarse tras las encinas, en cuya sombra resaltaban los múltiples colores de flores silvestres que salpicaban, aquí y allá, el verde intenso de aquel paraje.
—Salva, despierta; se hace tarde —dijo ella mientras se ponía en pie. De su muñeca izquierda sacó una goma elástica para recogerse el pelo y, al poner los brazos en alto, su corto vestido se alzó hasta dejar visible el encaje de las bragas. Por la cabeza de él se cruzaron dos sensaciones contrapuestas: una de deseo, la otra de rencor. Tal vez era la primera vez que los dos sentimientos se le mostraban simultáneamente y de una forma tan cruda y evidente, pero no le importó, todo lo contrario, quería ser rabiosamente consciente del grado de esquizofrenia al que su relación con Rebeca le había llevado, sólo así sería capaz de tomar una determinación, sólo metido con la mierda hasta el cuello se decidiría a dejarla.
—Buff... estoy molido. Pero ¿qué prisa tienes? —preguntó él, tumbado boca arriba, mientras recorría las piernas interminables de Rebeca y, alzando la mirada, el resto de su cuerpo esbelto en busca del rostro, ya despejado con la coleta atrás.
—Qué buen paseo ¿eh? No recordaba lo grande que era la finca —Rebeca terminó la frase con un bostezo, extendiendo los brazos.
—Mil ciento diecinueve hectáreas, según dice la escritura —aseveró él.
—Vaya, veo que te la has estudiado a fondo. No hace un mes que murió mi abuela y ya estás pensando en la herencia.
—No digas tonterías, qué me va a importar a mí la herencia —Salvador se sentó desperezándose— Me lo han dicho tus primos, esos sí que están como locos haciendo cuentas para saber cuánto les toca a cada uno.
—Venga Salva, recojamos, que se nos puede hacer de noche y no vamos a saber volver a la casa.
—Qué va, debemos estar al lado. Detrás de este bosquecillo está la cabaña, y de ahí siguiendo el camino llegamos en cinco minutos.
—La cabaña... lo que me gustaba jugar con los trastos viejos que guardaba el abuelo. Y al lado el pozo. Qué miedo me daba el pozo, con las historias que contaban mis primos —Rebeca se volvió a sentar sobre la hierba al ver que Salvador no se ponía en marcha— Decían que en el fondo habitaba un demonio y que se enfadaba cuando le tirábamos piedras. Las dejábamos caer una a una, esperando hasta que nos devolvían el sonido profundo y misterioso de su choque con el agua. Le gritábamos: ¡Eh Lucifer... sal si te atreves! A veces mis primos aseguraban oír su voz grave y tenebrosa, yo no les creía pero salía corriendo junto a ellos y no parábamos hasta llegar a la casa, con la piel aún de gallina, muertos de miedo. La abuela siempre nos insistía: “¡Pero niños, cuantas veces os tengo que decir que os alejéis del pozo, que tiene el brocal muy bajo y os vais a caer!”. Y tenía razón, cada verano, cuando volvía en vacaciones, yo había crecido un poco más, y me parecía como si el brocal hubiera menguado, en alguna ocasión estuve a punto de perder el equilibrio al asomarme.
—No me extraña, tú nunca dejaste de crecer —bromeó él.
Salvador observaba a Rebeca sentada sobre la hierba, con sus larguísimas piernas dobladas como las de un saltamontes, que ella movía despacio mientras hablaba, juntándolas y separándolas en un lento batir; y, en lo alto, como las cimas de dos montañas gemelas, sus hermosas rodillas, prominentes y armoniosamente anguladas. De no haberse controlado, sus manos hubieran volado a acariciarlas, y después la boca hubiese seguido inevitablemente el mismo camino, para constatar con los labios su suavidad. Tantas veces lo había hecho... pero hoy no, hoy pesaban demasiado los rencores, las sombras amargas del desamor.
No está mal. Lo dejo así. Esta vez creo que no voy a cambiar ni una sola palabra, ni una sola coma de este principio. Siempre tuve la manía de otorgar una importancia excesiva al arranque de la historia, como si me empeñara en cautivar al lector desde el primer párrafo; en esta ocasión prefiero no crear expectativas, es mejor ir dibujando la trama poco a poco. Por ahora el entorno es la clave, y supe cómo iba a ser desde que llegué por la mañana a esta casa. Sólo hace falta asomarse a la ventana y ver cómo, tras varios días de lluvia, el sol ha hecho brotar con fuerza la vegetación, el campo está exuberante, igual que los protagonistas, locos de pasiones contradictorias, con sus deseos desbordantes y sus rencores a flor de piel. Así está perfecto el comienzo, no voy a cambiar nada.
—Mira, Rebeca, allí arriba —señaló Salvador el cielo, justo por encima de su cabeza, donde un grupo de aves volaba en formación a gran altura.
—¿Dónde?
—Allí. Las aves migratorias —los dos se pusieron en pie para observarlas.
—Ah sí, míralas. Serán cigueñas —sugirió ella.
¿Dónde está la diéresis en este teclado? Se usa tan poco la diéresis que se le olvida a uno dónde demonios está... Aquí.
—Ah, sí, míralas. Serán cigüeñas —sugirió ella.
—No, no creo. Las cigüeñas ya no migran, se quedan aquí todo el año. Comen de las basuras y parece que se han acostumbrado a aguantar el frío del invierno.
Los dos eran altos, pero estando de pie, uno detrás del otro, los diez centímetros más de ella sobresalían. Salvador observó la nuca de Rebeca que, recogido su pelo en cola de caballo, se mostraba tentadora, y tal vez en ese momento el deseo eclipsó los demás sentimientos porque cuando quiso darse cuenta ya estaba acariciándola.
—Es verdad, se tiran todo el año en los campanarios de las iglesias —contestó ella mientras, disimuladamente, retiraba de su nuca las manos de Salvador para cruzarlas sobre su cintura y mantenerlas sujetas.
—Claro, así cuidan durante todo el año los nidos que tanto les ha costado construir —dijo él liberando sus manos para soltarle desde la espalda el sujetador— sus hermosos nidos igualitos que estos —y empezó a acariciarle los pechos.
—Ay... —suspiró ella— Siempre igual, Salva.
—¿A qué te refieres? —preguntó Salvador dejando caer sobre la hierba el sujetador.
—Tantos años juntos... y qué poquito hemos evolucionado. No sé... aburre, agobia un poco que sea siempre la misma historia.
Él retiró sus manos al interpretar el comentario como un reproche. Estaba acostumbrado a esos desmarques, a esas salidas de tono de Rebeca; solía hacerlo justo cuando él iniciaba un acercamiento, siempre en los momentos más inoportunos; le producía una sensación agria, enormemente desagradable. Salvador se conocía bien, y sabía lo que podía venir a continuación, estaba claro: una escena de celos, sus puñeteros celos, era previsible; en eso Rebeca tenía razón, después de quince años en pareja uno suele predecir con bastante exactitud los comportamientos del otro en cada situación.
A veces, más que escribir, lo que hace uno es vomitar sobre el papel (o sobre el teclado, lo mismo da), vomitar, vomitar frustraciones, miedos, debilidades; proyectamos nuestros infortunios, todas nuestras miserias, sobre los pobres personajes que creamos, los arrojamos al mar de nuestros desamparos para examinarlos, eso es lo que queremos: examinarlos, observar sus reacciones, y poder así, desde fuera, observarnos a nosotros mismos. Esa es para mí la única manera de sobrellevar mis obsesiones: vomitándolas en lo que escribo. Mierda. Mierda de relatos en los que me calco a mí mismo. No quiero. Me niego a que Salvador sea blando. No cedas, cabrón, véngate, tu no mereces esto, tienes que resolver el asunto de una vez por todas. Construir un Salvador más seguro de sí mismo, un personaje más entero, eso es lo que necesito, si no, el final trágico que tengo previsto quedará fuera de contexto, perderá toda credibilidad.
Salvador hubiera podido reprimir la brusquedad en su reacción, esperar la subida de la adrenalina, contar hasta diez y respirar profundamente para aliviar la tensión interior, pero no, esta vez no hizo nada por evitarlo, juntó sus cejas, negras y exageradamente pobladas, y subió directamente el tono de voz para abrir el frente de batalla.
—¿Que te aburre y te agobia siempre la misma historia...? Es increíble que digas eso —se separó repentinamente, agachándose para empezar a recoger las cosas—, que lo digas tú precisamente, que te lo montas por tu cuenta con toda libertad, sin dar explicaciones. Pues vale, oye, si a mí me parece muy bien, pero no digas que te aburres, y no me cuentes que te agobio, por favor, porque no es así, sabes perfectamente que yo no me meto en tu vida para nada, joder.
—No empecemos, no empecemos —ella se agachó también en actitud conciliadora e intentaba buscar su mirada sujetándole la cabeza con ambas manos —no te lo tomes así, que no es más que un comentario estúpido.
—Si a mí me parece fenomenal que la gente de tu oficina sea encantadora; de puta madre, oye; que todos los viernes vuelvas a las tantas... o no vuelvas... —continuó él.
—Vale ya, Salva. Para el carro, por favor —Rebeca se acercó a él para intentar reconducir la conversación— Mírame, tonto. Anda ¿cuándo te has hecho esa cicatriz en el pómulo? A ver...
—O sea que llevo dos semanas con una herida en la cara y ni te has dado cuenta, es tremendo ¿no te parece? ¡No me toques, hostias! —Salvador se zafó de las manos de Rebeca y siguió recogiendo con movimientos bruscos, sin prestar atención a sus argumentos.
Bueno, ahí está la tensión necesaria. Esto mejora. En esta soledad absoluta me concentro mucho mejor. Escribo y escribo sin apenas darme cuenta. Pero creo que me vendrá bien dar una vuelta, el campo está precioso. Así levanto el culo y me aireo un poco; eso es, paseando se me ocurrirá una buena forma de conducir el relato hasta el final. Me llevaré el portátil, mientras le dure la batería... O mejor no, lo dejo y me llevo un cuaderno, eso es, será agradable escribir a mano en este paraje.
—Vete a freír espárragos, Salva. Me tienes harta con tus susceptibilidades. Es que no se puede hacer ningún comentario, todo te lo tomas a mal —Rebeca tiró al suelo lo que había empezado a meter en la mochila y empezó a marcharse decidida— Que te zurzan. Ahí te quedas, solito con tus obsesiones.
—No es por ahí. Si vas a la casa no es por ahí, es por la izquierda —le comentó Salvador con aplomo.
—¡Déjame en paz! —contestó, sintiéndose aún más desairada por la fría respuesta de Salvador, y se alejó adentrándose en el bosque.
Qué placer escribir con lápiz... ir impregnando de grafito la hoja en blanco, poco a poco garabateando palabras, como gusanos enlazados, formando filas una debajo de otra hasta llenar el papel. El campo está increíblemente hermoso. Anochece despacio, muy despacio. Los pájaros entremezclan sus cantos, se convocan unos a otros y vuelan hacia los árboles preferidos para dormir. Una brisa ligera inunda mi nariz de todas las fragancias... qué placer. No tengo perdón, he pasado por alto elementos tan importantes como el sonido, el olor... En fin, lo tendré en cuenta al revisarlo, porque ahora hay que seguir con la trama.
Salvador no insistió más. Se limitó a contemplar cómo las zancadas gigantes de Rebeca, de esta Rebeca enojada y áspera, conseguían poco a poco alejar su figura esbelta, hasta perder de vista entre los árboles su metro noventa de estatura. Quedó impertérrito; sintiéndose muy a gusto consigo mismo. Tras la discusión, el silencio subrayaba el delicioso canto de los pájaros. No iría tras ella, ni ahora ni dentro de un rato, como hubiera hecho cualquier otro día. Se imaginó a Rebeca convencida de que él no iba a tardar ni dos minutos en ir a buscarla, lo cual le reconfortó aún más. Volvió a tumbarse boca abajo, disfrutando el aroma fresco de la hierba. Pero al rato una duda le hizo incorporarse súbitamente: cabía la posibilidad de que Rebeca se llevara el coche y le dejara allí tirado; no era probable, desde luego, pero podría pasársele por la cabeza, así que se levanto y con determinación se puso en marcha hacia la casa.
Eso es. A veces son sólo simples gestos, pequeñas venganzas, las que empiezan a cambiar el rumbo de las personas y acaban desencadenando sus grandes crisis emocionales. Mucho mejor ahora. Creo que los personajes van definiéndose, ganando credibilidad. Estoy inspirado, sí señor. Cómo no se me habrá ocurrido antes salir a escribir fuera. Aquí, plácidamente tumbado sobre esta hierba espesa, tengo al alcance de la mano todos los elementos necesarios para desarrollar la historia.
No tuvo que andar mucho, pues, como él había pensado, la casa estaba justo al doblar el sendero. En el lateral estaba el coche, no había peligro. Se acercó para cerciorarse de que ella aún no había llegado. Efectivamente Rebeca no estaba por los alrededores, se habría perdido en el bosque y le costaría orientarse y volver, sobre todo sabiendo la dirección equivocada con que se alejó. Salvador entró y dio un fuerte portazo al cerrar, después echó el cerrojo por dentro, para hacer así más patente su determinación, su firme decisión de separarse de Rebeca.
Juraría haber oído un portazo. No el del relato, no, sino uno de verdad, y proveniente de la casa. Joder, qué raro, he dejado la puerta bien cerrada. No creo que mi grado de concentración en la escritura sea tan intenso como para oír los sonidos que escribo. Es muy extraño, pero, desde luego, juraría haber oído la puerta de la casa cerrarse bruscamente. Nadie puede haber venido, hubiera oído el ruido de algún coche, y andando es raro porque el pueblo está a veinte kilómetros. Tal vez en bici, eso sí podría ser. Me voy a acercar en cualquier caso, no tendría gracia que alguien husmeara por aquí.
Mira que me fastidia dejar de escribir cuando estoy concentrado; la verdad es que ya queda poca luz, pero media hora más sí podría haber seguido escribiendo. Bueno, ya veo que el coche por lo menos está en su sitio y las ventanas de abajo cerradas como yo las dejé. La de arriba... Hostias... en el estudio de arriba hay luz. Será mi portátil que lo deje encendido. Pero no... ahí hay algo que se mueve. Parece que hay alguien. La madre que me parió, como hayan entrado ladrones... Si joden la casa qué le digo yo el lunes al dueño. ¡Hostias, ahí hay alguien!, se ve la silueta perfectamente. Voy corriendo hacia la puerta, porque ahí, desde luego, hay alguien... La llave, dónde coño tengo la llave,... Aquí está, venga... ¿Eh?¿qué pasa? No abre. Gira perfectamente pero no se abre la puerta, la leche que le han dado. ¡El cerrojo!, eso es, ¡estos cabrones han echado el cerrojo!.
—¡¡Eeh... ¿quién hay ahí?!! —serán hijos de puta...— ¡¡Oiga, ¿quién hay ahí?!!
No sé si no debería largarme, pueden estar armados. La madre que me parió, el móvil está dentro, no puedo hacer nada. El coche, me voy en el coche a pedir ayuda. Dónde, dónde demonios he metido... joder, están dentro, las llaves del coche están en la cazadora, colgada a la entrada. Soy gilipollas. Qué coño hago yo ahora. Voy a volver a mirar la ventana de arriba... pero desde un sitio seguro, que no me vean... Desde aquí... ¡Dios!... ahí está. Parece que sólo hay uno. Míralo... Ahí está el hijo de puta. Me largo, me largo corriendo antes de que sea tarde.
El corazón se me sale por la boca. Ya no puedo. Me paro, ni un paso más. A ver si me tranquilizo. Buff... está cayendo la noche, me voy a quedar sin luz para poder llegar a cualquier sitio. Desde luego no tiene sentido intentar llegar a la carretera, no pasará nadie a estas horas, cuando vine por la mañana no me crucé con ningún coche en todo el camino. Voy a tranquilizarme, venga, y pensar qué demonios puedo hacer. Recapitulemos: la puerta estaba cerrada por dentro, está claro, habían echado el cerrojo, el enorme cerrojo de hierro que yo había previsto echar por la noche cuando me metiera en la cama. Yo grité para que me abriera y el muy cabrón no contestó. Después me separé unos metros de la casa y lo vi claramente. Ahí estaba, frente a la mesa, la luz del portátil se reflejaba en su rostro. Podría describirlo, tengo su imagen precisa, un hombre grande, con una camisa a cuadros. Me entró miedo en ese momento, es verdad, joder, un miedo razonable, corría un peligro excesivo si tenía que enfrentarme al intruso. Hice bien, creo que hice bien al salir corriendo. Tiene narices la cosa: estando a veinte kilómetros del pueblo más cercano, en un paraje perdido, aislado del mundo para poder escribir con tranquilidad, y tiene que haber un ladrón de mierda que venga a joderme. No puedo llegar hasta el pueblo a pedir auxilio, tampoco tiene sentido ir a la carretera. Joder qué frio está empezando a hacer. El dueño me habló de una caseta que hay cerca a la izquierda del camino. Voy a buscarla, allí posiblemente encuentre algún objeto con qué defenderme, o por lo menos para abrigarme. Pues venga, algo hay que hacer, que se echa la noche encima...
¿Qué hace todo esto aquí tirado?... Alguien ha estado aquí, y hace muy poco, porque la hierba esta recién aplastada. Tiene que ser él, el ladrón, ¿quién si no?. Ha estado comiendo en esta pradera, el muy cabrón, esperando el momento oportuno para entrar en la casa, justo cuando yo salí a escribir afuera, entonces aprovechó para colarse el hijo de puta. Se ha dejado una mochila, será mejor no tocar mucho, sus huellas dactilares estarán bien claras en cada uno de estos objetos. Unas gafas de sol, un lápiz de labios... ¿una mujer?. Otras gafas... Tiene gracia, porque parece que aquí han estado dos personas, una pareja muy posiblemente, un tío y una tía tumbados en la hierba, como en mi relato, no sé por qué me acuerdo ahora de mi relato, qué chorrada, pero mira que curioso... un sujetador, un sujetador de una talla grande, de una mujer grande como... como Rebeca. Joder, no tengo ya suficiente con el puto ladrón, y encima tienen que aparecer estas coincidencias. Ahora que lo pienso, el hombre aquel de la ventana... joder... también él se podría parecer al personaje de Salvador. Dios, me estoy volviendo loco. Pero es que... son demasiadas coincidencias. Vamos a ver: es cierto que la poca luz me impedía verlo con precisión, pero ahí había un tío con camisa a cuadros, eso seguro, alto y moreno, con las cejas muy pobladas y juntas, tal y como había imaginado a mi personaje, clavadito al Salvador de mi relato. Vale, soy gilipollas, ese tío no es más que un simple ladrón de mierda que se encierra en la casa para evitar ser atrapado, yo qué sé... pero este sujetador... joder, qué maldita coincidencia; esta mochila; los envoltorios de la comida... son demasiadas coincidencias. Tengo que encontrar esa caseta, que me estoy quedando helado. Ya es prácticamente de noche, menos mal que la luna aporta algo de luz, pero, en esta situación, acojona andar por aquí.
Ahí está, y otra vez es increíble: podría perfectamente ser la cabaña de madera que yo había previsto para el final de mi relato. Al principio pensaba haber usado la casa como escenario final, pero cuando el señor que me la alquiló me habló de la caseta, cambié de idea: una pequeña cabaña de madera, con los aperos de labranza y todo tipo de trastos viejos era un buen sitio para el desenlace. Pues bien, aquí está. La contraventana está cerrada, vamos a ver la puerta... Joder... acojona entrar. Un momento, vamos a pensar un momento: Si entro sé lo que me puedo encontrar. Debo estar loco pensando esto, pero me da igual, ya no pretendo entender ni cuestionar nada de lo que sucede, sencillamente sucede y ya está, no tengo por qué intentar descifrarlo. Tengo que entrar, y sé lo que va a haber dentro. Incluso sé quién podría estar, Rebeca, ¿por qué no?, ¿no estaba su sujetador en medio del prado?, ahí tirado por Salvador, justo como yo había escrito, ese Salvador que ahora ha echado el cerrojo y me impide entrar en la casa, que estaba inspeccionando por encima de la mesa y habrá leído toda su historia, incluidas las anotaciones que tenía ya previstas para el final. Y ahora... ¿Será él quien ahora escribe? ¿Me habrá traido él hasta aquí? Eso es, joder, ¿cómo no me había dado cuenta? ¿Desde cuándo lleva este cabronazo escribiendo en mi historia? Desde que le vi por la ventana, es evidente; ahí estaba a punto de sentarse a escribir en mi portátil. A partir de entonces es él quien marca el rumbo del relato. Joder, voy a entrar, pase lo que pase.
—¿Hay alguien?
—¿Qué desea?
—Perdone que le moleste, ¿puedo pasar?
—Sí, como no. Adelante.
Es ella. Alucino. Una tía tan grande y tan hermosa no puede ser otra sino ella.
—Hola, perdona que te moleste, mira: soy Antoine B. Es que...
—Ah, hola, pues encantada. Pasa, pasa.
—Encantado igualmente. Pues mira... eh... verás, es que he alquilado la casa esta de aquí al lado ¿sabes?, para este fin de semana. Y parece ser que ha entrado alguien cuando yo estaba fuera, vamos, no es que lo parezca, es que ha entrado alguien seguro, porque he visto por la ventana a un hombre que estaba allí , en el piso de arriba; total, que el hombre en cuestión ha echado cerrojo y no me deja pasar.
—Huy, no me digas, qué curioso, y qué... interesante, sí.
Es enorme, un pedazo de mujer, pero muy bien proporcionada. Preciosa, mucho más bella de lo que hubiera podido imaginar. Alucino, definitivamente alucino.
—Pues hace un frío ahí afuera... Parece mentira, siendo primavera, y con el día tan espléndido que ha hecho hoy, fíjate...
—Ya, ya... Así que... Antoine, dijiste, ¿no?
—Si. Y tú... imagino que Rebeca
—¿Cómo Rebeca? No vale, yo aún no te había dicho mi nombre. Podría haberme llamado Clara... o Elisa... o cualquier otro nombre.
—Perdóname, es verdad. No sé, pero lo he adivinado por pura coincidencia. Durante esta última hora todo son puras coincidencias, una detrás de otra, yo ya me estoy acostumbrando.
—¿Coincidencias?
—Sí. Uno de los protagonistas del relato que ahora escribo se llama Rebeca.
—¿Cómo? No me digas que escribes... Qué interesante, Antoine, nunca lo hubiera pensado. Pero siéntate, ponte cómodo, venga. A ver... Uy, pues sí que estás helado —Me toca la cara, esta tía me está tocando, joder, qué tacto más suave— Ven aquí, que te frote un poco para que entres en calor. No, aquí no —echa a un lado la mecedora sin asiento y me acerca una banqueta de tres patas para que me siente.
Esto es increíble, se sitúa detrás de mí y empieza a darme fricciones por los hombros y por la espalda, buff... qué mujer. Apenas cabemos, la cabaña está abarrotada de todo tipo de muebles y enseres. Sólo en la parte alta de las paredes cuelgan, perfectamente ordenadas, las herramientas de trabajo y algunos aperos de labranza que parecen no haberse usado en siglos, el resto de la habitación es un caos: mesas, sillas amontonadas, estanterías repletas de cosas...
—O sea que escribes. Qué emocionante, fíjate... yo aquí con un escritor que está heladito de frío. A ver, a ver que te abra un poco la camisa, tengo que calentarte bien por aquí... pobrecillo... y por aquí también...
Jamás había visto un cuerpo así, tan enorme y tan bello. Estas manos grandes pero delicadas con sus dedos larguísimos palpándome por todos lados. Ahora da la vuelta y se pone frente a mí. Yo no resisto más, me levanto para abrazar su cuerpo... Hostias, al incorporarme he chocado con la mesa camilla, y las dos lámparas que estaban sobre ella se caen al suelo, cientos de piececitas de cristal se dispersan por todos lados.
—Joder... lo siento.
—No pasa nada, tú ven aquí...
Sus brazos larguísimos me envuelven y me aprietan contra a estos pechos, grandes como calabazas, que parece fueran a hacer reventar el vestido; se lo quita... ¡dios!... se quita el vestido... qué hermosura de mujer. Los pezones rosados, brotan libres al aire, el sujetador se quedó esta tarde en la pradera. Nos abrazamos como posesos, nos retorcemos como contorsionistas para besamos por todo el cuerpo, y en cada movimiento zarandeamos las estanterías y van cayendo cajas desparramando su contenido. Voy a desabrocharme el pantalón, pues la erección ya me desborda. Ahora descienden sus bragas, tienen que recorrer toda la longitud de sus piernas, un interminable camino desde las caderas hasta los pies, no quieren bajar, ella levanta una pierna para sacarlas y choca por todos lados, y siguen cayendo cajas, ahora yo le ayudo a sacar el otro pie, ya están en el suelo, junto a los vagones del tren eléctrico, entre las piezas del rompecabezas, ahí están ya, en el suelo, sus bragas de encaje. Toda ella desnuda, toda... mmm... qué piel más suave, qué cintura, qué espalda; sus nalgas mullidas, enormes, perfectas; los muslos tan largos y hermosos, no recuerdo ahora qué adjetivo usé en el relato, pero es imposible describirlos; ¡sus rodillas!... me agacho a admirar sus rodillas, las acaricio, y ella separa las piernas, abriendo camino a mi boca impaciente que las besa, mmm..., alternativamente a una y a otra, desde las rodillas poco a poco subiendo por la parte interior de los muslos, centímetro a centímetro, besando a un lado y a otro, lentamente avanzando, a izquierda y derecha, un beso aquí y otro allí, mi boca poquito a poco acercándose hacia el vértice donde sus muslos convergen, allí un manjar delicioso me espera, impaciente y tembloroso me espera. Apoya sus manos en mi cabeza, y se agacha, Rebeca se agacha buscando la altura precisa, porque Rebeca es tan alta... ¡Dios! me abraza la cara con sus muslos. Perdemos el equilibrio... me caigo... nos caemos, intento sujetarme... la estantería entera con todos sus trastos se viene abajo... ¡hostias!... ya estamos todos rodando por el suelo.
—¡Ay!
—¿Te has hecho daño?
—No, yo no ¿y tú?
—No nada, nada... sigue...
—Sí, sí.
Tengo que hacer un sitio para tumbarnos, apartando los trastos, así... Pero ella no espera, me abraza, me envuelve, me aplasta con todo su peso. Ahora se sienta con sus nalgas sobre mis muslos; sus piernas plegadas me abrazan, qué larga es, sus rodillas llegan junto a mis hombros; yo aparto de un manotazo este candelabro que me incordia en el hombro. Me coge el pene con una mano, nunca lo había visto tan grande como ahora, mi pene feroz en su mano, y alzando su cuerpo lo sitúa a la entrada de la vagina, y me mira, se queda quieta un momento y me mira, como una leona observa a su presa antes de devorarla; ya empieza a bajar despacio, “aah...”, muy despacio, y siento la humedad, milímetro a milímetro penetro en esa cueva recóndita; ya estoy dentro; otra vez se para y me mira; yo aprovecho para liberarme de varios libros que aún se clavaban en mi espalda; justo a la izquierda una hucha, es curioso que no se haya roto al caer, un negrito del domund que me mira, como Rebeca, el negrito también me mira, igual que el señor del retrato apoyado en la esquina, los tres me miran. Ahora sube un poco, y baja otra vez, “mmm....”, despacio, muy despacio, y otra vez, “aaah...”, y una vez más; ahora mas deprisa, más deprisa... ya cabalga sobre mí, soy un potro salvaje, “aah... aah...”, me monta a rienda suelta, “ah, ah”; sus pechos enormes brincan desbocados, “ah, ah”, arriba y abajo, y oscila con nosotros la mecedora, “ñac, ñac”, a un lado y a otro; y jadeamos los dos, al unísono “ah, ah, ah, ah...”.
Duerme. Colmada de gozo, Rebeca duerme. Yo no, con este desconcierto que me anega la mente no puedo conciliar el sueño. Seguro que me vendría bien dormir, aunque fuera un poco, tal vez al despertar saldría de esta pesadilla en la que he vivido las últimas horas, escaparía de esta maldita alucinación repleta de absurdas coincidencias. No consigo dormir pero, aún así, me encuentro más aliviado. Sentirla respirando suavemente a mi lado me sosiega. ¿Cómo puede ser tan hermosa...? En el relato apenas me ha dado tiempo de describirla, sólo un bosquejo, un mero esbozo, y sin embargo aquí está, de carne y hueso, perfectamente precisa y real. Hace frío y estamos desnudos, voy a retirar su brazo de mi cintura para levantarme, con cuidado de no despertarla... así. Tiene que haber por aquí algo para taparla... estos sacos, o mejor esta vieja cortina. Salvador no la hubiera abrigado, qué va, por lo menos el Salvador que yo había imaginado. Él hubiera llegado a la cabaña muy enfadado, eso era lo previsto; harto de esperarla en la casa la habría buscado por todas partes, encontrándola finalmente aquí, rodeada de todos estos trastos viejos, los antiguos libros de texto, los juguetes de sus primos, recuerdos vagos, todos, de su primera infancia; así es como tenía previsto escribirlo. Hubieran mantenido una fuerte discusión; ella entonces le habría contado sus infidelidades, con rabia; y él, en un arrebato de locura, cegado por el odio, habría cogido el hacha, ese hacha que cuelga en la pared, ahí está, apoyada en dos grandes clavos, todo coincide, es inútil negarlo, ahí está el hacha maldita, ya nada importa, yo había previsto ese final, sí, soy un cabrón por haber pensado ese desenlace, Salvador le hubiera asestado varios hachazos; luego iría al pozo para deshacerse del cadáver de Rebeca, mi preciosa Rebeca. Ahora que la conozco personalmente me hiela el corazón pensarlo, pero era el final previsto. Seguro que él lo habrá leído en los papeles que usaba de borrador, los dejé encima de la mesa. Pero ahora es él quien escribe, él quien maneja los hilos de esta historia, yo sólo soy su marioneta. No sé que querrá de mí, no puedo saberlo. Tal vez ahora mismo esté pensando otro final, su final, y no sé qué papel piensa darme.
—Salva, ¿qué haces ahí en pelotas? Te vas a enfriar.
Se ha despertado. Sus ojos dulces otra vez abiertos, su voz melodiosa, sus brazos larguísimos se desperezan emergiendo de la cortina que hace las veces de manta. El señor del retrato, marginado en la esquina, y el negrito del domund la están mirando, tan embelesados como yo; los tres la miramos atónitos. Está preciosa.
—No, Rebeca, no soy Salva. Soy Antoine, el escritor friolero. ¿Qué tal has dormido?
—Uf... bien, pero ponte algo, Salva, que te vas a coger una pulmonía, y pásame las bragas.
—Ahora las busco, pero no me llames Salva. Si quieres encontrar a tu marido tendrás que ir a la casa, allí estará, en el piso de arriba, escribiendo, y debe estar esperándote, imagino, o... tal vez no, no lo sé; es él ahora quien decide. No encuentro tus bragas, y deberían estar por aquí.
—Deja ya la historia, Salva, que ha estado muy bien ¿eh? pero ya vale. La verdad es que has estado magnífico, en varios momentos llegué a pensar que realmente estaba con otra persona, me daba toda la sensación de estar con un desconocido. Nunca había visto ese deseo en tus ojos, esa sensibilidad en tus caricias, esos besos apasionados; me lo has hecho de una forma increíble, de verdad.
—Muchas gracias. Pero bueno, sería más justo decir que eres tú la que me lo has hecho a mí, y extraordinariamente bien. Yo, desde luego, nunca había experimentado nada semejante en toda mi vida, te lo juro.
—Ahí están las bragas, Salva, míralas, ahí, debajo de la lámpara, ¿estás ciego o qué?.
—Es verdad, anda toma tus bragas. Pero Rebeca, joder, despiértate y mírame bien, que no soy Salvador, tía, que soy Antoine, que estoy aquí porque tu marido se ha encerrado en la casa y no me deja pasar, te lo conté al entrar, ¿es que no te acuerdas?, sólo han pasado un par de horas.
—Que sí, pesado, que te ha salido fenomenal, pero ¿quieres dejarlo de una vez?. Ya está bien, Salvador, que vas a acabar creyéndotelo. Y haz el favor de vestirte, que me estás hartando ya; luego soy yo la que te tiene que cuidar cuando caes enfermo, como en navidades, que mira que diste la lata ¿eh?.
No sé de qué coño me habla, pero no me gusta nada. Además lo hace de una forma tan burda que quiebra por completo la imagen que empezaba a formarme de ella. Vuelve a ser la Rebeca de mi relato, picajosa y maniática. El tono de su voz ya no es melódico como el de antes, dice las cosas con desinterés, incluso con desprecio. No me gusta. Tampoco me gusta esta camisa a cuadros que ahora empiezo a abrocharme. Siento el cuerpo pesado y no acabo de reconocer este tufo desagradable que vengo oliendo desde hace un buen rato... ¡Dios, es de mis sobacos! Qué asco... Una nausea invade todo mi cuerpo. Me llevo las manos a la cara para constatar, con horror, que mis cejas son pobladas, muy pobladas y muy juntas. Y palpo también una cicatriz en mi pómulo. Qué desasosiego... Mi vista se abre camino entre los dedos temblorosos y diviso de nuevo esa maldita hacha colgada en la pared.