Soy
como un reloj; un reloj de los antiguos, no hay circuitería digital en
mí, qué va, todo es mecánico. Tengo una maquinaria diminuta y precisa a
la que doy cuerda todos los días, ella se encarga de transmitir vida a
mis manillas.
Cuando
miro hacia atrás, recuerdo lo largas que eran aquellas tardes de
domingo. Comiendo el bocadillo sin parar de jugar con mis vecinos, al rescate, a tula, al
escondite... Deprisa giraba entonces mi manilla más fina, una vuelta y
otra, siempre aprovechando cada instante al máximo, cabían tantas cosas
en cada tictac...
Luego
me hice mayor, y fue al ser padre cuando, de tantas vueltas dadas,
aquella manilla delgada y larga, mi segundero, se desprendió. A partir
de entonces han sido los minutos, tan escasos siempre, los que marcaron
el compás diario, empujándome constantemente aquí y allá; el café; el coche; ¿por qué no cambia ese maldito semáforo ¡que llego tarde a la oficina! Luego corriendo de vuelta a casa; el baño de los niños; ¿qué os hago hoy de cena?
Ahora
soy abuelo y acabo de perder otra manilla, mi minutero. No puede ser,
se habrá caído en la mesilla de noche, a ver... pues no; tal
vez en el lavabo... tampoco. Nada, tendré que acostumbrarme a vivir sin ella. Ya
sólo me queda una, una manilla corta y ancha; bueno... esta se mueve con calma, con mucha calma. Parece fuerte y, pensándolo bien, ha dado muchas menos
vueltas que las otras dos, seguro que me durará más.