La primera dama
(ejercicio en riguroso presente)
Se me va a
notar. Tengo que cuidar las formas, mantener la cabeza fría. Ahora,
al verme apurar la copa, se ofrece gentilmente a ir a por otra. No
debería aceptar, pues si se aparta de mí, aunque sólo sea un
instante, seguro que algún pesado se acerca a darme la murga y tal
vez no tengamos la oportunidad de volver a conversar solos. Y es que
me gusta, este hombre me gusta a rabiar. Pero él insiste: “un
encuentro entre dos amantes de Brahms bien merece un brindis”, así
que acepto agradecida, me vale para tomarme un respiro, para contener
este deseo desbordante que me produce su mirada. Aprovecho también
para observarle por detrás, esa espalda erguida, esa distinción.
Con qué gentileza se abre paso entre los invitados, qué clase.
Tengo que acordarme de evitar esta tendencia mía a encorvarme,
siempre salgo cheposa en la tele. Hoy quiero que luzcan mis pechos;
me encanta cómo él posa discretamente su mirada en mi escote. Debo
estirar el cuello, ensayaré mientras vuelve, así, hombros atrás,
pero sin que se me note forzada. ¿De dónde me dijo que era?... un
país del Este, no sé, tiene rasgos eslavos, aunque por su acento en
inglés bien podría ser latino. Qué desastre esta cabeza mía,
llevo ya dos años de primera dama y aún no logro estar a la altura
de las circunstancias en estos actos, soy incapaz de memorizar los
mínimos datos de cada persona, luego meto la pata y lo paso fatal.
No acabo de entender qué es lo que tiene este hombre para que,
acabándolo de conocer, me vuelva loca. Es guapo de cara, qué duda
cabe, sin ser el típico galán de anuncio; tiene un cuerpo esbelto,
sí, pero tampoco puede decirse que llame la atención; es quizás la
gracia con que se mueve, esa dulzura en sus gestos, y sobre todo cómo
se desenvuelve, la simpatía que transmite, no sé, creo que es ese
aire refinado y misterioso a la vez lo que más me seduce. Se me va a
notar. Llevo demasiado tiempo ejerciendo de esposa oficialmente
feliz, reprimiendo todo impulso que pueda ser malinterpretado, sin
permitirme ni un solo desahogo. Afortunadamente mi marido está en el
salón principal y no puede verme, sigue aguantando el rollo a cada
uno de los embajadores que, siempre mirándole de reojo, esperan su
oportunidad para abordarle. Todos excepto él, él está sólo
pendiente de mí, también lo disimula, por supuesto, pero no me
quita ojo en todo momento. Aquí vuelve, lanzándome esa sonrisa
cómplice según se acerca. Ay dios... me encanta. Se me va a notar,
tengo que mantener la cabeza fría.
Tras el
choque lento de las dos copas se acerca y me susurra al oído un
brindis en francés. Yo me atrevo mientras tanto a cogerle un
instante del brazo, embriagada por el aroma que emana el ramito de
jazmín insertado en su solapa. Pero ya no puedo apartar mi vista del
imán de sus ojos, y me empieza a dar igual que se me note, qué
puñetas, quiero que él perciba cómo con cada sorbo de champagne me
bebo también su mirada, que inunda mi boca de excitación y va
llegándome al vientre, todo mi cuerpo se sumerge poco a poco en un
mar de deseos irrefrenables.
Tenía que
ser ella, la mujer del ministro de Exteriores. Qué cretina. Nos
interrumpe para proponerme un tour por el palacio. ¡Vaya por dios!,
no puedo negarme, van a ir unas cuantas consortes más, se notaría
demasiado. Encima aprovecha para fijarse en él, qué descarada, se
ve que no le basta con el gorila que tiene por escolta. Me importan
un bledo los tesoros que nos pretende enseñar, yo ya he encontrado
uno interesantísimo que no deja de sonreírme; pero quedaría fatal
si no voy con ellas... ¿Cómo?... Estupendo, él pide unirse a la
visita alegando su interés por ver algunos cuadros. Bendita sea la
pintura barroca de la escuela francesa. Se apunta, y a ninguna le
parece mal... Son todas unas zorras, me lo quieren robar. Allá
vamos. Ahora me toca disimular, pero no voy a perder ninguna
oportunidad de buscar su mirada furtiva, de rozar su mano en
cualquier descuido. Me tiene obnubilada. Tengo que conseguir una cita
con él, como sea, no sé con qué disculpa, pero no estoy dispuesta
a perder este tesoro divino. Aunque sea difícil, porque estas
estúpidas no me dejan en paz, intentando conversar conmigo,
haciéndome la corte; así distraen mi atención y no puedo disfrutar
observándole. Con qué estilo abre la puerta y nos cede el paso, qué
simpatía derrocha en cada comentario. Se me nota, debe resultar
evidente que estoy colada por él, pero a estas imbéciles también
se les cae la baba; bueno... tal vez así mi actitud pase más
desapercibida.
Sí, sí,
estas pinturas de Poussin son especialmente bellas. Dice que se
quedaría observándolas toda la noche. Y yo con él, si no se diera
la maldita circunstancia de que soy la mujer del Jefe de Estado, la
que siempre le acompaña con una mueca estúpida de sonrisa forzada,
con una chepa incipiente, jorobada, sí, de no poder vivir sin estar
pendiente de mi imagen pública. ¿Eh...? Esto sí que es bueno: se
queda. Dice que se queda para ver los cuadros con más detenimiento.
Es evidente que lo hace a propósito, es una argucia para intentar
quedar conmigo; ojalá sea eso. Se me tiene que ocurrir algo... Ya lo
tengo... al baño, voy al baño y luego vuelvo aquí a su encuentro,
aunque sólo sea mientras ellas terminan el tour. Estoy loca, se me
notan a la legua las intenciones. “Es ahí a la izquierda, la
primera puerta”, me dice la anfitriona con una sonrisa malévola.
Les pido que no me esperen, que sigan la visita.
Ya no se
les oye. Él debe estar allí, esperándome. Me derrito. Si todo sale
bien, en unos segundos puedo estar por fin a solas con él. Pero
tengo que ser cauta... No, no hay nadie en los pasillos, allá voy...
A veces el
cielo abre sus puertas y te deja pasar un rato, sólo un rato, a
gozar de todos los placeres, a deleitarte con sus manjares más
exquisitos. A veces el cielo es tan pequeño como esta habitación,
con dos sillones a un lado, un balcón al fondo, varios cuadros de
escenas mitológicas en las paredes, y un ángel en el centro, un
ángel celestial de elegante sonrisa con su mirada deseosa clavada en
mí. Yo saltaría sobre él sin más preámbulo, lo devoraría entero
revolcándonos sobre la alfombra, pero no debo precipitarme, he de
seguir su ritmo; basta con acercarse lentamente, acudiendo al reclamo
de esos ojos, de esos labios que me llaman y me hablan... de la
luna... ¿la luna...? Sí, me coge de la mano para enseñármela, y
mi piel se eriza electrizada toda. Salimos al balcón y allí por fin
me abraza. El cielo entero me abraza. Y este ángel divino explora mi
boca mientras desliza suavemente la cremallera de mi vestido,
abriendo paso libre a todo el ardor del deseo, dejando que la luna
bañe lujuriosa mi cuerpo. Una mano acaricia mi nuca, la otra se
sumerge en el interior de mis bragas. Es el cielo entero el que me
abraza y, al verme desnuda, las estrellas se acercan a besarme la
espalda. Relámpagos, uno tras otro, nos van iluminando en cada
movimiento. Relámpagos... ¿Relámpagos? ¡Hostias! ¡Son flashes!
¡Me cago en…! ¡Son fotógrafos! No puedo gritar, no debo gritar.
Estoy en pelotas. Se alejan corriendo los hijos de... ¡Dios! Se va,
él también huye por el pasillo y me deja sola. Soy gilipollas. No
puedo salir tras él. He de vestirme, ¡rápido!
Se está
largando por la puerta principal, como si nada hubiera pasado. No me
da tiempo de impedírselo sin montar un escándalo. Y aún se despide
de algunos invitados en el jardín, qué cabrón, con esa exquisitez,
ese aire tan refinado que le distingue. Huye, pero no puedo ir tras
él, me quedo aquí en la puerta, temblando aún de deseo frustrado y
de rabia. Me cago en todos sus muertos. A partir de ahora me espera
un infierno; todos los medios y redes sociales, todos cayendo como
lanzas sobre mí. Es el fin. Ya se aleja por la calle a toda prisa,
con qué elegancia corre el hijo de puta.