“Sobre la mesa había un plato colmado de aceitunas, y, justo a su lado, otro mas pequeño con dos huesos desnudos a los que sus compañeras, de pulpa verde, esplendorosa e intacta, miraban de reojo con compasión”. Así empezó Filomena (Antonio) su narración, inclinándose después para señalar con el dedo los dos platos en el centro de la mesa y requerir allí la atención de sus compañeros de taller literario. “Dos platitos como estos”. Laura ( ) aprovechó la pausa para coger una aceituna diciendo “pobres, esas dos, qué solas deben sentirse en pelotas, o sea... en hueso”. Tras ella, Nano ( ) hizo lo mismo respondiendo “Es cierto, desnudemos alguna más, hay que dar apoyo a las minorías”. “Sobre todo si son minorías naturistas” añadió Pánfilo (Robert) llevándose otra a la boca.
Se hallaban reunidos en la Pródiga, un bar de Malasaña, según solían hacer uno de cada dos miércoles, para leer los cuentos que habían escrito. Tras comerse, ella también, una aceituna más, y dejando su hueso en el plato pequeño junto a los otros, Filomena continuó:
“Sé que no lo vais a creer, pero los hechos que os voy a narrar son ciertos. Yo fui testigo en primera persona. Os cuento:
La historia es de hace un par de años, cuando yo trabajaba en una multinacional estadounidense. Todo empezó con una cena de trabajo, en París, allí nos reuníamos cada fin de trimestre los delegados comerciales de todas las subsidiarias europeas. Éramos ocho, sentados en una mesa redonda. Aquella tarde salíamos de una reunión tensa y nos habíamos propuesto firmemente no hablar más de trabajo hasta la sesión de la mañana siguiente. Por tanto empezamos, de forma distendida, a contar las vacaciones de cada uno, enseñando algunas fotos en los móviles. Y fue al mostrar Bernabó lo grande que estaba ya su hija cuando Ambruogiuolo le comentó:
—Uy, se te parece mucho ¿eh?
—Bueno, tiene un aire, sí —le contesto él— pero no, se parece mucho más a su madre.
—Está preciosa la niña. —continuó Ambruogiuolo— Pero yo a tu mujer no la conozco ¿sale en alguna foto?
—Pues creo que en alguna salen juntas... —buscó y volvió a pasarle el móvil— Sí, mira.
—A ver. Ostras, qué guapa tu mujer, oye –Ambruogiuolo ampliaba la foto tomándose su tiempo para verla en detalle, pero Bernabó le reclamó de vuelta el teléfono diciéndole:
—Venga, enséñanos a los tuyos, Ambruogiuolo. Tú tenías... ¿cuántos?
—Yo dos, hijo e hija, algo más mayorcitos que la tuya. Pero soy un desastre, no tengo ninguna foto reciente —contestó mientras le devolvía el móvil—. Esta noche hablo con mi mujer a ver si me envía alguna y os los enseño. Bueno, si es que me coge el teléfono, claro, porque últimamente nuestra comunicación es sólo por whatsapp, nunca le viene bien hablar. No sé... Yo creo que las mujeres, en cuanto nos vamos de viaje... ¿eh? vete tú a saber, je, je, no se puede uno fiar —se reía al decirlo intentando hacerse el gracioso.
—Las mujeres y los hombres. Sobre todo los hombres no sois de fiar —intervino la delegada francesa y anfitriona en aquella reunión para equilibrar la balanza. Éramos sólo ella y yo, dos mujeres en la mesa contra seis hombres.
—Pero bueno, ¿qué sexismo es ese, compañeros? —les respondió Bernabó— Esos comentarios... por favor, a estas alturas no proceden. Hay gente de todas las guisas en los dos sexos. Hay personas, no mujeres u hombres, hay per-so-nas —enfatizando cada sílaba— de las que te puedes fiar o no. ¿Por qué desconfiar de nuestras parejas? —preguntó dirigiéndose a Ambruogiuolo— Yo de mi mujer me fio absolutamente, no me preocupa lo más mínimo qué haga o deje de hacer cuando me voy de viaje, aunque se comunique por whatsapp o por teléfono, qué más da. Ella en Barcelona y yo en París, tan tranquilos. Yo ni sufro ni padezco. Oye, que, salvo nuestra jovencísima Filomena —se volvió hacia mi haciéndome un guiño— los demás llevamos ya muchos años así, viajando de un lado para otro sin descanso.
—Ya, ya —replicó Ambruogiuolo—, pero seamos sinceros, ninguno nos quedamos del todo tranquilos cuando salimos. Seguro que a ti también te inquieta, seas consciente o no de ello, porque en el fondo, ninguno confíamos totalmente en nuestras mujeres. No es que lo diga yo, oye, lo dicen todos los psicólogos del mundo, es que somos de carne y hueso, tío. Imagínate —hizo una breve pausa, no estando seguro de cómo seguir la frase—, por ejemplo: yo tengo que ir mañana a Barcelona, ya lo sabéis, —girando la cabeza hacia los demás comensales— tengo que cerrar el contrato de Gas Natural, es un proyecto muy gordo y no puedo quedarme con vosotros al resto de la reunión, lo siento. Bueno, pues imagínate —centrando otra vez su mirada en Bernabó— que.. por un casual, me encuentro con tu mujer; porque ella trabaja allí ¿no?
—Sí, y qué
—No, que... imagínate, por un momento, que yo le tirara los tejos... ¿Verdad que lo pasarías mal?
—No digas gilipolleces, Ambruogiuolo, por favor, no proyectes hacia los demás tus inseguridades, tus problemas personales –Bernabó se dio cuenta de que estaba subiendo el tono, gesticulando en exceso con las manos a intentó calmarse— Yo lo siento por ti, oye, cada uno tenemos nuestras manías, tu sufrirías en esa situación, los demás no, o por lo menos yo nada en absoluto —concluyó moderando el volumen.
—Yo te reto —le increpó Ambruogiuolo desafiante, elevando bastante la voz— Yo te reto a comprobar si sufres o no ¿quieres hacer la prueba?
—Vete a tomar por culo, tio. Perdón —se excusó volviéndose hacia los demás—, perdón por el lenguaje, pero es que este hombre me saca de quicio. Pero ¿qué significa esta salida tuya de la olla? Venga, sí. Intenta ligártela, no te quedes con las ganas. Verás como no te hace ni puto caso ¿Cuánto quieres apostar?
Llegado ese punto, todos los allí presentes estábamos ya mudos, petrificados. Sin haber empezado aún el primer plato, que ya nos habían servido, nuestras miradas coincidieron todas, huyendo de aquella situación esperpéntica, en los platitos de aceitunas que aún quedaban del aperitivo, en el centro de la mesa, igual que estas de aquí—Filomena volvió a señalar las aceitunas— . E igual de incómodas que ellas se sienten, al ver a sus compañeras de hueso al aire, así nos sentíamos nosotros con estos dos compañeros, por lo irracional de su comportamiento. No os podéis imaginar la vergüenza ajena que nos produjo ver cómo se enzarzaban en una discusión tan absurda, cómo desnudaban sus psiques, revelando su ego y toda su mezquindad ante nosotros sin el más mínimo recato.”
“Buf, qué desagradable debió ser, desde luego —comentó Luijo ( )— Y ¿cómo termino la cena? Sigue, venga, sigue contándonos”. Filomena aprovechó la pausa para terminar de un único trago su cerveza y, tras un respiro profundo, continuó:
“Pues mal. Tanto la anfitriona como yo, y algún otro compañero más, quisimos apaciguar sus ánimos, pero no hubo manera. Ninguno de los dos quiso entrar en razón. Ante la incredulidad de todos, ellos mantuvieron su reto, su apuesta de orgullo y de estúpido honor. Sin haber probado bocado, salvo los aperitivos, Ambruogiuolo se levantó y, pidiendo disculpas porque tenía que madrugar, se largó al hotel. Estuvo toda la noche investigando en Linkedin, Facebook e Instagram, y consiguió obtener valiosa información sobre el perfil, hábitos y gustos de Zinevra, que así se llamaba la mujer de Bernabó. Sin pegar ojo y tras una hora veinticinco minutos de vuelo, llegó a Barcelona, lugar donde ahora continua mi relato. Os contaré lo que allí sucedió:
En un taxi fue directamente a la reunión prevista. A pesar del cansancio y la falta de sueño, Ambruogiuolo consiguió la firma del contrato multimillonario. Fue un éxito. La mayor operación del año. Esa misma tarde recibió una llamada del CEO para felicitarle y anunciarle el notición que él llevaba años esperando:
—Te he propuesto para director europeo.
—Pues no sabes cómo agradezco tu confianza. Me pongo a tu absoluta disposición. Bueno, esperaré a la comunicación oficial ¿no?
—Efectivamente, tú no lo digas aún, pero dalo por hecho y, sobre todo, vete pensando en montar un buen equipo, los planes son muy ambiciosos.
Al colgar, Abruogiuolo empezó a dar saltos como un poseso. Intentó abrir la ventana de su habitación, en el piso 29 del hotel Torre Catalunya, lástima que no se podía, se hubiera asomado para dar su grito de tarzán, el que reservaba para ocasiones como esta “Aaaa iaa iaa iaaaaaa”.
A pesar de su éxito profesional, él seguía dándole vueltas y vueltas a la apuesta con Bernabó. Éste era el momento. Tras diseñar las lineas maestra de su estrategia, contactó a Zinerva proponiéndole una entrevista: “Estamos buscando una persona de tu perfil para dirigir nuestro gabinete de prensa y comunicación, hemos analizado tu trayectoria en las distintas empresas y medios para los que has trabajado y nos gustaría entrevistarte”. Desde sus comienzos como periodista-becaria, Zinerva había estado varios años como freelance trabajando hasta la extenuación de un medio a otro; pero al tener a su hija tuvo que aparcar su profesión y aceptar un contrato fijo como administrativa en Gas Natural. Recibió, por tanto, con alegría la propuesta de entrevista, “tarde, pero por fin se empieza a valorar mi trabajo”.
Pasados unos días, Zinerva llegó a casa eufórica. Bernabó la esperaba preocupado por su tardanza.
–Nerva, cariño, ¿dónde te metes a estas horas? ¿por qué no coges el teléfono ni lees los mensajes?
–Ber: tengo que darte una excelente noticia.
—Pues cuenta, cuenta —la cogió de la mano y los dos se sentaron en el salón
—No te lo vas a creer. Voy a ser compañera tuya.
—¿Qué?
—Vengo de entrevistarme con vuestro nuevo director europeo, un tal Ambruogiuolo de Piacenza ¿ya lo conoces? —ella continuó sin apreciar el impacto en Bernabó— luego él me ha pasado con el de Recursos Humanos, que es nuevo también ¿no? Y ¡me han seleccionado! Voy a dirigir el gabinete de prensa.
—¿Cómo? ¿que has estado con Ambruogiuolo? —los ojos se le salían de las órbitas— Pero ¿por que? –subiendo el tono descontrolado— ¿por qué? dime ¿en dónde?
—Sí, en su despacho. ¿Por qué te pones así? —no entendía esa reacción de Bernabó, nunca le había visto tan afectado.
Fue al preguntarle “¿qué te ha hecho? Cuando ella empezó a hilar algunos cabos. Recordó algún comentario sobre un compañero “machista de mierda” a quien su marido tenía especial manía. ¿Se referiría tal vez a el que iba a ser su futuro jefe?. Ante tal reacción, Zinerva no se atrevió a contarle las veladas insinuaciones de Ambruogiuolo a lo largo de la entrevista, ni cómo ella había reconducido la situación para evitar malos entendidos; tal vez por temor a que se lo tomara a la tremenda y que el contrato laboral que iba a firmar al día siguiente se fuera al traste, el caso es que no quiso darle detalles de la entrevista, por más que Bernabó insistiera.
Aquella noche terminó mal, muy mal. La discusión fue en aumento, las recriminaciones más y más hirientes. Fue ella quien decidió marcharse. Se separaron.
Zinerva duró en el puesto menos de un mes. Apenas tuve contacto con ella mientras estuvo en la empresa, yo estaba aquí en Madrid y ella se había incorporado en París. Sí, de nuevo en París, ahí es donde transcurre el final de la historia, veréis:
En París eran las cinco en punto de la tarde, las 10 de la mañana en Los Angeles, desde donde el presidente de la compañía, y varios miembros del Consejo de Dirección estaban incorporados por videoconferencia a la reunión anual de comienzo de año, el kick-off. Ambruogiuolo nos había reunido a todos en la sala de conferencias. Era su primera convención como director europeo. Tras saludar a los asistentes remotos y unas cuantas pantallas de mensajes corporativos, la presentación de Ambruogiuolo comenzó abordando los objetivos para el próximo año. Apareció un numero “1” en el centro, haciéndose mas grande al ritmo de un sonido de fanfarria y redoble de tambor, chan, tatachán... que daba paso a la siguiente pantalla, era una breve frase con el primer objetivo marcado. Ambruogiuolo se acercó hacia los asistentes declamando con fervor lo que ya todos habían leído en pantalla. Fue en ese momento cuando desapareció el texto y se sustituyó por un video en pausa, a cuyo triángulo de play en el centro se desplazó, como por arte de magia, el puntero y comenzando a verse el video, con Ambruogiuolo de pie en su despacho, sonriendo en un gesto estúpido, mientras extendía sus manos hacia algún sitio por debajo de la cámara que lo filmaba. Él, sin darse cuenta, siguió con su discurso abundando en los beneficios de este primer objetivo. Al observar que nadie le atendía, sino que miraban atentamente a la pantalla, se volvió hacia ella, pero, justo antes de girarse, los textos aparecieron de nuevo. Apretó el botón en el mando y esperó a que saliera el “2” y, tras la misma fanfarria y el redoble, el texto correspondiente al segundo objetivo. De nuevo, al volverse hacia la audiencia para explicarlo apareció otro video. Alguna risa se oyó desde las filas de atrás, pero él seguía sin percatarse de que algo raro pasaba a sus espaldas. En esta ocasión el video mostraba a Ambruogiuolo acercarse a una mujer, debidamente pixelada para no ser reconocible, que se alejaba de él primero hacia un rincón del despacho y después, tras un pequeño forcejeo, hacia la puerta. Entonces sí, el jaleo entre los asistentes fue sonoro, una mezcla de exclamaciones y risas medio contenidas. Él se volvía alternativamente hacia la pantalla y hacia el público sin entender nada, pues los textos reemplazaban al vídeo siempre justo a tiempo sin que pudiera verlos. Las carcajadas eran ya enormes cuando, ante la algarabía general, apareció el número “3”, con su redoble y fanfarria incluidos y ya, tras desaparecer el “3”, sí pudo Ambruogiuolo verse a sí mismo de protagonista. Era una toma cenital en la que se le veía acorralando, con su cuerpo y sus brazos extendidos, a la que parecía ser la misma mujer anterior, que en esta ocasión le costaba forcejear un buen rato con él hasta poder librarse y huir por la puerta. Al verlo se puso, a apretar con desesperación todos los botones del mando, advirtiendo que claramente no era él quien gobernaba el proyector. Las exclamaciones y risas se acompañaron entonces de aplausos. En pantalla anexa, se veía a los asistentes virtuales, presidente y consejeros, de pie escandalizados, sin poder dar crédito al espectáculo que estaban viviendo. Pero el jolgorio general se apagó repentinamente cuando Ambruogiuolo llevándose una mano al pecho, se agarró al atril con la otra, desplomándose después sobre suelo.
El show había llegado a fin. Sólo cinco o seis personas se acercaron a socorrer a Ambruogiuolo, el resto permanecíamos atónitos en nuestras butacas.
—¡Llamad al 112, rápido! ¡Ambulancia, que traigan una ambulancia!
Yo estaba en la tercera fila, junto al delegado italiano, quien cogiendome del brazo me señaló hacia el centro de escenario con asombro preguntando:
—¿Qué hace ese hombre? Mira es... Sicurán, el de mantenimiento, ¿lo ves? Se está quitando el mono, se está quedando en... —tardó algunos segundos en continuar— ¡Dios mío, es una mujer!
Justo en la fila de delante, algo más a la izquierda, vimos cómo Bernabó se levantaba como un resorte y se quedaba absorto mirando a aquel técnico de mantenimiento que acababa de desvelar su identidad real. Todos comprendimos quién era aquella mujer de pelo muy cortito que ahora se acercaba hacia Bernabó. Él ya saltaba a su encuentro por encima de las butacas.
—No, Sebas, no te lleves las aceitunas —el camarero recogía los platos y vasos vacíos— Que aún queda una, hombre; además la necesito de atrezo para el final del cuento.
—Sí, claro, agarrála, pibe, agarrála no más.
Filomena se la metió en la boca y la degustó despacio ante la mirada atenta de sus compañeros de taller. Y luego, también muy lentamente, como exige el protocolo en estos caso, depositó el hueso sobre el platito limpio recién traído.