Friday, 27 April 2018

Pulsando botones



Según decía mi madre, desde que nací no he dejado de pulsar botones. Creo que ella se refería, sobre todo, a mi etapa más mamífera, de bebé, cuando aprovechaba para jugar con uno de sus pezones mientras me alimentaba succionándole el otro. En algún sitio recóndito de mi memoria aún conservo el tacto de aquel botón rosado, blando y grande, muy grande, cediendo dulcemente a la presión de mis deditos pequeñitos, muy pequeñitos. Desde entonces no he dejado de pulsar botones, sobre todo los rojos, que ejercen sobre mí una atracción especial, es algo compulsivo que me anula la voluntad; veo un botón rojo y lo aprieto, no lo puedo evitar. Ello me ha originado muchos problemas a lo largo de mi vida. Así, en mi etapa de trabajador del metal solía interrumpir las cadenas de producción de grandes empresas industriales, de las cuales era, a continuación, fulminantemente despedido. He disparado todo tipo de alarmas en edificios, aeropuertos y estaciones. En varias ocasiones he invertido el sentido de marcha de escaleras mecánicas abarrotadas de gente, que caían rodando unos sobre otros profiriendo maldiciones. Siempre por la misma razón: en algún sitio hay un pulsador rojo que atrae mi atención cual potentísimo imán, inevitablemente dirijo mi mano hacia él como un autómata y sólo apretándolo consigo relajarme. Cada vez me sucede con menos frecuencia pues, poco a poco, los botones auténticos, aquellos grandes botones rojos de “Alarma”, “Emergencia”, o “Pulsar en caso de incendio”, se han ido sustituyendo por detectores fotoeléctricos, infrarrojos, volumétricos y por todo tipo de automatismos fuera del alcance del usuario. Es una pena, ya nada es lo que era; la verdad es que ahora viajar o trabajar en cualquier sitio es mucho más aburrido.

Menos mal que conseguí montar mi propio negocio y he podido construir, a la medida de mis gustos, la tienda donde Berta y yo trabajamos. Soy dueño de un negocio de animales domésticos. Berta es mi empleada desde hace doce años. Me hubiera gustado que también fuera mi esposa, y así se lo propuse varias veces, pero no, Berta centra todo su cariño en los animales, en su corazón hay siempre sitio para gatos, perros, pájaros e incluso peces, pero no para humanos. También ha rechazado propuestas similares de muchas otras personas. Numerosos son los clientes, tanto hombres como mujeres y de todas las edades, que vienen a comprar con asiduidad sólo por verla y estar un rato charlando con ella. Porque Berta es una mujer encantadora y ciertamente bella; una mujer que seduce a primera vista y, desde luego, si se convive con ella de diez de la mañana a ocho de la tarde, día tras día durante doce años, es imposible no enamorarse, como yo, hasta los tuétanos. Me vuelve loco. Desde que la conozco tengo dos obsesiones: los botones rojos y Berta; o Berta y los botones rojos, no sé muy bien en qué orden. Ella no entiende por qué para abrir la puerta es necesario pulsar un botón en lugar de usar un vulgar picaporte; o para abrir cada cajón, o para hacer fluir el agua de la cisterna en el retrete; siempre se queja de ello: “Me tienes harta con tu manía de poner un botón para cada cosa”.

Ayer, como todos los viernes, me tocaba hacer el pedido semanal de los distintos alimentos para animales. Antes lo hacía por teléfono, pero últimamente me divierte más hacerlo por internet, pues he encontrado varios suministradores que disponen de botones para ir seleccionando los artículos; a la derecha de cada producto hay un precioso círculo de colores variados sobre el que colocas el puntero... y zas, lo oprimes apretando el lado izquierdo del ratón. No es lo mismo que al natural, qué duda cabe, pero hay algunos tan bien hechos que parecen reales. Fue al seleccionar el “pienso para cachorros extra de calcio”, cuando algo anómalo pasó. Iba a introducir la cantidad de paquetes, para después apretar el botón correspondiente, que, ya lo conocía de otras veces, estaba dibujado en relieve y su color rosa lo hacía resaltar, pero en ese momento Berta pasó por delante con una jaula de canarios, les hablaba cariñosamente con los labios prominentes, como si fuera a besarlos; con su falda cortita estaba verdaderamente preciosa, y se puso aún más (más cortita la falda y más preciosa ella) cuando se estiró de puntillas para apilar la jaula encima de las otras; en ese momento no sé qué hice, tal vez me apoyé en el teclado y apreté varias teclas sin querer, no sé, el caso es que cuando Berta había terminado de colocar la jaula y volví mi vista a la pantalla, era un programa buscador el que la ocupaba, visualizando una lista de diferentes sitios web. No pude evitar mirar los títulos, y uno de ellos me resultó sugestivo, “Resurrecciones y Reencarnaciones” se llamaba. Decidí dejar para más tarde el pedido, tampoco corría ninguna prisa, y entré por curiosidad en aquella página.

Bienvenido a R&R, Resurrecciones y Reencarnaciones S.A. ” decía el rótulo principal con letras góticas en azul claro sobre fondo negro. “No confíe en el azar, ¡elija su próxima vida! ” decía el segundo título en letras amarillas. Nunca he creído en asuntos como esos, siempre me parecieron historias absurdas, propias de gente supersticiosa o de extrañas sectas. Pero tampoco tenía nada urgente que hacer, por lo que empecé a curiosear. En la parte izquierda había un menú del que me llamó la atención una de las opciones: Solicitud de Reencarnación Inmediata; sin pensarlo dos veces la seleccioné pulsando su botón anaranjado. A partir de entonces fui pasando de menú en menú, no sé por qué demonios me liaron, tal vez por la buena presentación de las páginas, o, sobre todo, por el realismo de los botones que, eligiendo siempre el que más me atraía, me fueron guiando hasta llegar a una pantalla que me pareció, cuando menos, inquietante:

Actual disponibilidad de vacantes:” Y a continuación enumeraba una lista de grupos de animales, ordenados alfabéticamente, con una cifra entre paréntesis, en una columna a su derecha, que indicaba la “cantidad disponible”. Avancé varias páginas hasta encontrar:
Hipopótamos (74)”
Hormigas (9.610)”
Humanos (2.069)”
Lo más gracioso es que los números iban cambiando cada vez que se usaba la opción “Actualizar”. Aquello era increíble. Pensé que sería un juego, pero estaba tan bien elaborado que había llegado a intrigarme. En ese momento Berta se dirigió a mí recordándome que pidiera biberones para gatitos: “Quedan pocos y esta pobre debe estar a punto de parir, fíjate”, me dijo acariciando el vientre a una gata blanca preñada que descansaba plácidamente en su regazo. Su comentario me sugirió ir a buscar en la página anterior y, al ver “Gatos (423)”, le dije: “Pues ahora mismo hay cuatrocientos veintitrés gatitos por nacer en todo el mundo, son pocos, así que tenemos suerte, los venderemos enseguida”. Ella no hizo caso alguno a mi comentario y siguió dándole mimos a la gata. Yo pulsé sobre la palabra “gatos” y, tras unos segundos de espera, apareció en pantalla un mensaje:

Enhorabuena, su reserva ha sido confirmada
Y a continuación una pregunta:
¿Desea conservar la memoria de su última encarnación?
O No en absoluto     O Solo de forma subliminal     O
La primera contestación estaba preseleccionada por defecto. En cambio, el botón rosa de la segunda opción me pareció más atractivo y lo pulsé. 
Hasta entonces no me había creído nada, todo había sido un juego simpático, nada más, pero la pantalla que seguía daba al asunto un cariz mucho más serio:

El coste de la reencarnación solicitada asciende a 4.999 euros” decía en la primera línea. Y “Por favor introduzca el código de su tarjeta de crédito” en una segunda. Pero lo peor de todo es que aparecía, abajo en el centro, un hermosísimo botón encarnado junto a un rótulo de “Confirmar”, cuyo aspecto era absolutamente real, como si de un auténtico pulsador en tres dimensiones se tratara, y que yo, por supuesto, intenté apretar varias veces sin éxito, pues aparecía siempre el mensaje:
Antes de confirmar, por favor introduzca su tarjeta de crédito
Era una locura, pero no podía evitarlo. Aquel pulsador reclamaba mi atención diciéndome púlsame, púlsame, ¡púlsame!; y como tantas otras veces, su poder de atracción era muy superior a mis fuerzas. Saqué la cartera del bolsillo, de ella mi tarjeta visa, y fui introduciendo, como un poseso, los números uno a uno y, a continuación, el código de seguridad de tres dígitos. Por fin desplacé el puntero nuevamente al codiciado botón y lo pulsé.

Mis hermanos están jugando junto a mamá, nunca se alejan de ella. Pero a mí me aburren sus juegos, prefiero estar subido encima de Berta. Soy su preferido. A veces me abraza entre sus pechos y puedo juguetear con esos pezones suyos tan grandes, con mis dos patitas delanteras pequeñitas, muy pequeñitas. Desde que murió el dueño, que fue el mismo día en el que nacimos nosotros, la pobre Berta se ha tenido que hacer cargo del negocio ella sola. Tiene que trabajar mucho y a veces no da abasto, pero por las tardes, cuando cierra, me pone en su regazo y me da muchos mimos; yo aprovecho para tumbarme panza arriba y, mientras ella me acaricia, miro esos botones rojos tan bonitos que están por todos los lados de la tienda; estoy deseando crecer y hacerme mayor para trepar hasta ellos.