Sunday, 20 November 2016

Guiso carretero

 Guiso carretero
 
 
    Para Domingo López el mejor día de la semana es el viernes. Evidentemente también lo es para todo aquel que valora los fines de semana como un ansiado respiro en su tormento laboral, pero para Domingo el viernes tiene un aliciente adicional: es el día reservado al arte culinario. Cocinar es su principal devoción, cocinar y poder deleitar a Marta, su mujer, con un buen guiso, a ser posible uno distinto cada vez. Para conseguir ese objetivo, él se escaquea de la oficina todos los viernes alrededor de la una del mediodía; y lo hace sin necesidad de dar explicaciones, ya que su jefe, Charles, cuenta entre sus cualidades la de ser un hombre práctico, centrado exclusivamente en resultados, sin importarle el horario que hagan sus empleados; pero, eso sí, la mejor de las virtudes de su jefe es estar a tres mil kilómetros de distancia, en la sede central de la compañía.
 
    Hoy viernes, como todos los viernes, Domingo ha llegado a casa antes de la una y media. Nada más entrar se libera a lo largo del pasillo de todos sus atavíos laborales: chaqueta gris, corbata a rayas, un zapato aquí, el otro allá, todos vuelan en el corto camino hasta la cocina, donde finalmente se enfunda el mandil; y entonces sí, una sonrisa ancha se instala entre sus mejillas. De un brinco se sienta en la encimera y, feliz en su añorado hábitat, saca el teléfono del bolsillo; apretando el icono-micrófono del navegador le consulta con voz clara, pausando en cada sílaba:
    —Gui-so ca-rre-te-ro
Ahí esta.
Es un plato muy antiguo. Lo solían preparar los vendedores ambulantes que viajaban en carretas tiradas por mulos. Era el guiso que buscaba. Leyendo la introducción de la receta, Domingo evoca la voz de su madre, quien, siempre antes de comer y como parte del rito gastronómico, solía dedicarle un preámbulo a cada uno de sus guisos. Hoy utilizará su olla, toda una antigüedad, de hierro fundido; el guiso lo merece. Visualiza los ingredientes que indica la receta y en un minuto dispone todo lo necesario.
    —Manos a la obra —exclama ceremonioso en voz alta.
Picar la cecina en cuadraditos. Sí, en pequeños dados, con sus gorduritas incluidas; al colesterol que le den por culo, piensa mientras los corta. Echar dos cucharadas de aceite en la olla y...
    —“Bip, bip” La interrupción le pilla con la cuchara colmada de aceite en una mano y el móvil en la otra. Es un mensaje de la oficina; de Lucía; ¿qué querrá esta mujer?... Con los dedos aceitosos no acierta a cambiar de pantalla. Por fin puede leerlo y contestarlo: 
Ahora no puedo. Llama a Sánchez, que él te lo resuelve
Que le den igualmente, a ella, a Sánchez y a toda la oficina, piensa mientras recupera la sonrisa.
Una tercera cucharada no le vendrá mal. Pues venga: el fuego vivo, aunque sin pasarse; y a freír.
Pero llegan más interrupciones...
    —“Cógelo Domingo, que soy yo; cógelo Domingo, que soy yo” No puedo cogerlo, querida, lo siento pero ahora no puedo “Cógelo Domingo, que soy yo; cógelo Domin”.
    —Hola, Marta. Dime rápido, que se me quema el aceite.
    —(...)
    —Pues estoy con un guiso de arroz carretero, ¿te acuerdas?, de los que hacía mi madre.
    —(...)
    —Ah, pues te lo guardo para la cena, venga, te dejo, que...
    —(...)
    —¿Tampoco a cenar? —le pregunta Domingo torciendo el labio superior— pero si hoy es viernes y...
    —(...)
    —Que tenemos que hablar ¿de que? —le inquiere juntando las cejas.
Se producen sólo dos o tres segundos de silencio, pero la pregunta parece haber caído en un precipicio, al vacío más absoluto. Domingo se apoya en la nevera y por fin consigue reaccionar:
    —Bueno mira, lo siento, pero es que ahora se me quema todo. Ya me cuentas ¿eh?. Venga, un beso, adiós, adiós.
Deja el móvil sobre la encimera junto al paquete de arroz, aún sin abrir, desde donde un gallo de cresta roja y erguida le mira compasivo. Ahora se pregunta qué sentido tiene cocinar para él sólo. Pero el guiso está en marcha; los daditos de cecina se revuelven crispados. Hay que seguir.
    —Pues venga, ahora el ajo. —dice en voz alta y firme— Ah no, el ajo era después, a ver...
Una vez crujientes los cuadraditos, añadir medio vaso de vino y darle vueltas hasta que se evapore el alcohol. Alcohol, eso es lo que me hace falta, doble ración de vino, y que se evapore pero poco.
    —“Bip, bipLlamada perdida de Charles —Cómo no, mi jefe siempre en los momentos más inoportunos. Si no insiste es que no es urgente.
Suficiente evaporación; ya se habrá quedado sin alcohol alguno.
    —“Bip, bip” —Lucía de nuevo, a ver... Me está empezando a cabrear.  "Pues pasa ese pedido al próximo trimestre, Lucía, es como hacemos siempre" le escribe en su contestación.
Ahora sí que va el ajo ¿no?... Añadir cuatro o cinco dientes de ajo enteros y continuar dándole vueltas hasta que se doren. Eso; y a seguir removiendo.
    —“Bip, bip” Joder, otra vez esta tía... "No, las facturas le tienen que haber llegado a Sánchez, a mí no".
    —“Cógelo Domingo, que soy yo; cogelo Domingo, que s”.           No quiero, no me da la gana de cogerlo. Hay cosas que no se pueden hablar por teléfono. Que venga y me lo diga en persona.
A ver si me centro: Luego echar un litro de agua, tapar y dejar hervir.
    —“Riiiing”... ¡Dios, el jefe!
    —¿Qué pasa Charlie? ¿Cómo estás?
    —(...)
    —Ah sí, me ha enviado un mensaje Lucía. Ya lo está resolviendo ella con Sánchez.
    —(...)
    —No jodas... Bueno pues envíame la hoja excel y lo intento cuadrar; aunque... estoy fuera y me temo que en el teléfono lo voy a ver fatal.
    —(...)
    —No, videollamada no, que estoy comiendo con clientes; envíame la hoja, lo miro y te digo algo.
    —(...)
    —Sí, cuenta con ello. Hasta luego, Charlie”  
Me cago en todos sus muertos. Le han debido calentar la cabeza desde la oficina. Sánchez, seguro que ha sido Sánchez. En vez de llamarme a mí, llama directamente al jefe, es un gilipollas. Pero me da igual. A ver por dónde iba... Cuando se nota que la cecina está ya blanda echar el arroz. Dar vueltas con una espátula removiendo el fondo, tapar y dejar que siga hirviendo 13 minutos más. Ahí va: el arroz. Es un guiso muy sencillo, pero no me acordaba. Arroz del carretero lo llamaba mi madre. Hoy será el arroz del carretero solitario.
Aquí llega la hoja excel. A ver qué demonios le pasa al puñetero cierre trimestral... ¿Y esto? Se queda cuajado. Sin memoria de dispositivo Lo tengo petado, no da más. Y es de memoria interna. Me temo que no vale para nada quitar vídeos y fotos, esos están en la SD; tengo que desinstalar aplicaciones. Precisamente ahora, por dios. Rápido, venga. Pero a ver cuál quito. El Maps 730MB; el Open Office son 650; el Skype 360. No puedo, qué tontería, no puedo prescindir de ninguna de ellas. Ya el resto son apps pequeñas. Con esta grasa en las manos no acierto a pulsar, se me escurre. Los juegos, venga, a quitar jueguecitos que, aunque apenas ocupen espacio, algo liberaremos. 
    —“Cógelo Domingo, que soy yo; cógelo Domingo, que soy yo
Recuerdo perfectamente cuando me pidió el móvil para grabar este mensaje. “Ahora no tienes disculpa, ya sabes que soy yo la que te llama” Quién me iba a decir a mí que un año después —“Cógelo Domingo, que soy yo; cógelo Dom”.
El Letrix... fuera; el Sniper, Brain, Pazly... todos fuera. A ver... Pues tampoco. Sigue sin abrir la puta hoja de cálculo. ¡Dios! ¡El arroz! A ver...
    —“Riiiing”... —Pero si sabes que estoy comiendo con clientes, capullo, por qué me vuelves a llamar.
¿Le habré echado poca agua? Tal vez; venga un vaso más. Y bajo un poquito el fuego. Eso es.
    —“Cógelo Domingo, que soy yo; cógelo Domingo, que soy yo”.
Te apagaré la voz, que ya está bien. Que se me escurre. ¡Hostias! Al suelo. Joder, se me cae al suelo y el puto teléfono no deja de sonar. Es increíble.
    —“Cógelo Domingo, que soy yo; cógelo Domingo, que soy yo”.
Pues sí que es listo, sí: sabe que está en el suelo y me dice que me joda y me agache a cogerlo. "Agáchate, sí, porque tu mujer tiene algo importante que decirte; aunque tu no quieras oírlo. Eso es; y además tu jefe quiere también darte por el culo. Venga, cógeme". 
    —“Cógelo Domingo, que soy yo; cógelo Domingo, que soy yo”.
En este momento me estoy arrepintiendo de haberme quitado los zapatos. Aunque puedo utilizar el rodillo... Je, je. Aquí está, en el cajón de abajo; lo uso poquísimo, la verdad, para la pasta de la pizza o la de las empanadillas, pero poco más; y mira que me gustan los utensilios de madera; “Cógelo Domingo, que soy yo; cógelo Domingo, que soy yo” las cucharas de palo, los cuencos de madera. El rodillo podría liderar la venganza, la rebelión de lo natural contra lo artificioso; el arte gastronómico contra la puta tecnología. “Cógelo Domingo, que soy yo; cógelo Domingo, que soy yo”. Pero no; creo que es esta olla —la agarra firmemente por las dos asas— quien tiene razones más contundentes para descargar su férrea posadera sobre ¡ESTE “Cógelo Dom” PU-TO TE-LE-FO-NO!
 
    Han sido siete; o tal vez más, Domingo no los contó, pero al menos fueron siete golpes certeros. Ahora apaga el fuego; también el extractor de humo, el único sonido que quedaba remanente. Qué tranquilidad. Se asoma a la olla, aún en sus manos, los granos de arroz le saludan satisfechos; la apoya en la encimera y de un brinco se sienta a su lado. “Excelente trabajo”, le dice. Desde esa posición se observan con buena perspectiva los restos descuartizados del smartphone.
 
 
 
 
https://www.recetasgratis.net/receta-de-guiso-carretero-31392.html
 

Friday, 11 November 2016

Academia de aduanas


 Academia de Aduanas


     Hay algunos muebles nuevos y otros cambiados de sitio, pero está prácticamente igual. Quince años, se dice pronto, quince años fuera de casa. Cuántos recuerdos afloran de repente en cada habitación, en cada rincón. Es un lujo poder recuperar esta mansión en pleno centro de Madrid.
     —Lo han dejado todo bastante limpio ¿verdad? Da gusto tener inquilinos así. Han tardado en irse, pero no nos podemos quejar, han cuidado bien la casa. Ana ¿dónde andas? —Mi hija está tan ilusionada que no me hace ni caso. Se ha subido corriendo a ver las habitaciones. Asegura que se acuerda, pero no es posible, tenía cuatro años cuando nos fuimos. —¡Ana ¿dónde estás?!

     —¡En la buhardilla, mamá! —Es enorme: tres plantas, con amplias habitaciones de techos altísimos. En esta buhardilla pasaba los mejores ratos. Ponía todos los muñecos en filas, como si estuvieran sentados en clase y yo hacía de maestra. Pero la recuerdo aún mucho más grande; y diáfana, sin todos estos trastos; apenas se puede pasar.
     —Mamá: aquí han dejado varios muebles y montones de trastos.
     —Ya subo  —la escalera está bastante deteriorada, habrá que arreglar algunos peldaños y barnizarla entera— A ver esos muebles... Son nuestros, hija. Mira: todos esos pupitres ahí apilados son de la antigua academia, había muchos más repartidos por las habitaciones, que entonces eran aulas. Esa mesa estaba en el comedor, han puesto otra más fea en su lugar, absurdo porque está perfectamente, la cambiaremos. Este es el aparador de la entrada, tampoco sé por qué lo han quitado. ¡La alacena!, la alacena del siglo XVII, me había olvidado de ella por completo.
Ana está entusiasmada descubriendo la casa. A mí se me amontonan los recuerdos, me abruman. Los buenos y los malos. Formas, colores, incluso olores hibernados en la memoria más profunda, ahora despiertan. Pero sobre todo predominan los tristes. Esta casa me evoca la soledad, la tremenda soledad con que viví el embarazo. Él dando siempre largas en sus breves llamadas. “Este fin de semana no puedo, estamos a tope de trabajo, pero seguro que el mes que viene hago un hueco y voy a verte”. Los meses pasaron uno tras otro, qué hijo de la gran puta, y llegó el parto, al que también le fue imposible venir, claro. Su muerte a los pocos días ya apenas me afectó; había renunciado a mantener una relación con semejante cabrón, aunque fuera el padre de mi hija, para mí ya había muerto. Luego me llevé una sorpresa al saber que en el testamento me dejaba esta casa.

     —Alacena, del árabe “Alhazana”. Es preciosa; además siendo del siglo XVII... debe valer una pasta ¿no mamá?.

     —Seguro que vale mucho, sí. Tu padre la heredó de sus antepasados, junto con la casa y muchos otros muebles de distintas épocas, pero esta alacena es de los más antiguos. “Aljazana” con hache aspirada ¿no? Da gusto tener una hija lingüista, erudita y sabelotodo. Tú sacarás cualquier oposición que te propongas, ya verás; y a la primera, no como tu madre.  —Es igualita que su padre: la misma mirada penetrante, profunda, que a veces me produce incluso miedo; esa intuición con la que consigue adivinarlo todo. Es muy inteligente, pero no superdotada como me han llegado a decir algunos de sus profesores: “Su hija es increíble, resuelve los problemas antes de que yo termine de leer el enunciado”.

     Alucino, se parece a la de la foto que me envió Jaco el otro día. A ver...
Hostias, es idéntica. La foto es de esta misma alacena. Me parece que ya son demasiadas casualidades. En solo un par de meses que llevamos en contacto, Jaco ha sido capaz de averiguar un montón de datos sobre mí, incluyendo la fecha de nacimiento, a pesar de que en el perfil de facebook y de todos los foros donde participo pongo siempre 1 del enero de 1901. No sé cómo lo hace, es un tipo muy listo desde luego, y se muestra cariñoso conmigo. Curiosamente, a diferencia de muchos otros, no quiere quedar para que nos conozcamos en persona; yo ya se lo he propuesto, pero él se empeña en que nuestra relación sea exclusivamente virtual. Me da rabia, parece un tío interesante y apenas consigo sacarle información personal.

     —¿Ya estás otra vez enganchada al móvil? No paras hija. Qué adicción.

     —Ay qué pesada eres, mamá. —Tal vez debería contárselo, porque esto de la alacena es muy mosqueante, de dónde habrá sacado este tío la foto. Pero nada, con lo mal que lleva lo de mis relaciones en las redes no puedo hablar con mi madre de eso, qué le vamos a hacer. Nos pasamos la vida juntas y siempre guardándonos secretos. Yo también estoy harta de su manía de no contarme nada relacionado con mi padre. Seguro que cuando murió, estando yo recién nacida, ya se habían separado, él la habría abandonado por otra. Tiene traumas que no ha superado, así que nada, que me lo cuente cuando le venga en gana, no voy a incordiarla indagando episodios desagradables de su vida. Aunque también ella debería comprender que me interese saber cómo era mi padre.  —Pero mi padre vivía en Ceuta, él no llegó a vivir aquí contigo ¿no?

     —No. Eh... bueno sí, pero muy poco tiempo. Aquí nos conocimos, ya sabes, esta era su academia y él fue mi profesor para las oposiciones. Cuando cerró la academia vinimos a vivir aquí, pero enseguida le llegó el nombramiento y se fue a Ceuta. Luego apenas pudo venir. Era una época malísima en esa frontera; bueno, la verdad es que siempre lo ha sido. Ser jefe de aduanas allí es un sin vivir. —Ana se queda pensativa, aunque trata de disimular, como si no le importara. Es evidente que no se cree lo que le cuento. Lleva años sin mencionar a su padre, pero me temo que ahora, en esta casa, querrá seguir indagando. Ya tiene casi veinte años, y creo que estaría preparada para poder explicárselo todo, pero no me decido, no quiero hacerla sufrir, y tampoco veo la necesidad. Prefiero que tenga una imagen positiva de su padre. A ver si logro cambiar de tema.
—Mira: esta cómoda es magnífica también, la pondremos en tu habitación. Por cierto ¿Has elegido dormitorio?

     —Pero mamá: tú ahora también eres jefa de aduanas y de todo un aeropuerto, que es mucha más responsabilidad; sin embargo mira qué bien te lo montas: hoy día libre por mudanza; ayer con los preparativos apenas apareciste por la oficina; y todos los días te pegas unos desayunos de dos horas con los compas. Es que no das un palo al agua ¿eh?. Mi padre en cambio sería de esos raros funcionarios trabajadores y cumplidores ¿no?

     —Tu padre era un hombre inteligente y audaz. Su muerte, siendo tan joven, y contigo recién nacida, fue un trauma para mí que aún no he superado. Perdona, hija, que me cueste recordar aquellos días. Además es que me estoy meando. Espera, que bajo al baño y vuelvo.
Anochece. Pulso el interruptor para encender la gran lámpara de bronce con cristales tallados que cuelga presidiendo el hueco de la escalera; sus viejas bombillas de filamento, la mitad fundidas, proyectan mi sombra fantasmagórica que va descendiendo por las paredes. No sé si voy a ser capaz de vivir en esta casa sin sucumbir ante tanto recuerdo en forma de espectro que habita en ella, sin derrumbarme anímicamente. Fue en esta escalera donde nos besamos la primera vez. Aquel día habíamos estado durante toda la clase transmitiendo el uno al otro nuestro deseo, discretamente, con miradas furtivas. Un deseo desbordante, acumulado a lo largo de todo el curso. Era ya el último día de clase antes de la oposición, pero mi pasión por él eclipsaba los nervios del examen. Al terminar sabíamos lo que iba a pasar. Me quedé recogiendo con parsimonia los apuntes mientras él despedía al resto de alumnos. Después se acercó y con un “¿todo bien?” protocolario aprovechó para acariciarme el antebrazo con ternura. Mi “sí” debió sonar a rendición incondicional, porque directamente me tomo de la mano para llevarme por este pasillo a la habitación del fondo que era su despacho. Aquí está. Sigue exactamente igual: la mesa con la silla y el sofá-cama donde él se quedaba algunos días a dormir. Aquel olor, ¡dios...! otra vez la memoria sensitiva me sorprende a traición, veinte años después aún soy capaz de evocar su olor, el olor de aquella persona a quien tanto amé, a quien tanto esperé y la que tanto he llegado a odiar. Aquella noche, justamente aquí, nos dimos mil besos. Aquella noche sentí, y aún siento, el calor eterno de sus manos navegando a la deriva por todo mi cuerpo; su pene ardiente penetrando en mi sexo derretido, una y otra vez. Puedo reproducir cada instante de aquella noche. Al amanecer, cuando el sol infiltró su primer rayo por la persiana, él dormía, yo no. Me levanté desorientada, lo mismo que ahora; y fui al baño, como ahora voy, así, exactamente igual de aturdida que aquella noche.


Abro la puerta del baño y se oye un leve chirrido áspero de sus bisagras, el mismo que hace veinte años. Sentada en el váter me rebelo contra esta maldita memoria mía, que quisiera aniquilar pero no se deja, es ella quien manda. Fue aquí, de pie frente al espejo —me tiemblan las piernas, casi no las controlo— cuando sentí de nuevo el fuego de su aliento, justo detrás de mí; sus manos acariciándome, primero los hombros, luego los pechos, todo mi cuerpo abrazado por la espalda con  intenso ardor . Y fue al mirar hacia el espejo, así, como ahora, cuando advertí su ausencia. Un súbito pánico se apoderó de mí. Él estaba aquí, justo detrás mío, sentía su abrazo, sentía sus manos sobre mis pechos, pero en la escena reflejada en el espejo solamente yo aparecía, él no. Fue entonces cuando comprendí que me había acostado con el mismísimo diablo. Todo pasó aquella noche, sólo aquella noche, no hubo más. Él se quitó de en medio, desapareció. A partir de entonces nuestra relación fue exclusivamente por teléfono, y muy distante en espacio y tiempo. “Siento de verdad haberme ido sin despedirme de ti. Me llamaron y tuve que incorporarme en Ceuta con suma urgencia”. Así era ese desalmado, un hijo de la gran puta, un diablo, como pude comprobar después. Un maldito diablo, como su padre, su abuelo, su bisabuelo y todos sus antepasados varones. Afortunadamente Ana es mujer y con ella, al morir su padre sin más descendientes, se extinguió esa estirpe diabólica de una vez por todas. Sólo los hijos varones heredan la condición de diablo y van transmitiéndola de generación en generación. No hay diablas, o por lo menos no está documentado que las haya. Si Ana hubiera sido varón ahora tendría un hijo endemoniado, qué tremendo, no quiero ni imaginármelo. Hay tantas cosas que debería contarle. Aunque sea todo tan difícil de creer.
     —¡Mamá! ¿dónde andas?
     —Espera, hija, es que no encuentro papel higiénico.
     —No te lo vas a creer. El cajón de la alacena está lleno de documentos antiquísimos.
     —Ya subo. A ver... Ah sí, son de los abuelos. Bueno, ya lo veremos mañana con calma. —Más recuerdos no, por favor. Necesito despejarme. — Oye, que yo he quedado a cenar con algunos compañeros ¿Tú vas a salir esta noche?
     —No, en principio no tengo plan de salir. Oye, mira lo que aparece aquí: un anuncio de la academia: “Academia de Aduanas”; es antiquísimo, de 1911.


     —Es verdad, qué curioso. Manuel López Palma, ese es... tu bisabuelo. —Está obnubilada rebuscando papeles. Es obvio, necesita saber de sus antepasados, conocer esa mitad de su historia que yo le he venido ocultando. Desde luego es imperdonable. Se ha acabado, ni un minuto más. Ahora, es ahora el momento. Cancelo la cena. Me quedo a explicárselo todo. Aunque... nada tan importante como los mensajes del móvil, claro.



     —¿Ya se te puede hablar o tienes aún mensajes por contestar...?  Es broma, mujer, no te enfades. A ver...:  el caso es que llevo tiempo queriendo charlar contigo despacio; y veo que con la llegada a esta casa estás interesada en conocer detalles del pasado. Es normal. No sé, si quieres puedo cancelar mi cita, nos vamos juntas a cenar y hablamos tranquilamente ¿Cómo lo ves?
      —Vaya, pues es que acabo de quedar. Qué rabia, porque sí me apetecería mucho.
      —Vale, vale, pues no pasa nada  —en fin, no parece el momento oportuno— Mañana, mañana sin falta cenamos juntas ¿te parece?

     —Sí, mañana estupendo.

     —Pues venga, yo ya marcho. Me voy dando un paseo, que hace mucho que no ando por el centro.
     —Oye mamá: A lo mejor traigo a unos amigos para enseñarles la casa ¿eh? que todos me están preguntando cómo es y todo eso.

     —Estupendo. Pero tendréis que pediros unas pizzas o algo y bebidas, que aquí no hay de nada. Pues sabes que... voy a ir dormir a la casa antigua; y mañana aprovecho para hacer una última revisión, que el lunes hay que entregar las llaves. Así os dejo a vuestro aire para que disfrutéis de la casa entera.

     —Oye, no hace falta, mamá, qué tontería.

     —Que sí, que sí, venga que ya me voy. Un beso.

     —Que lo pases bien, mamá.
      —Hasta mañana. Ya hablamos.  —Al besarnos me ha dado la impresión de que aún dudaba, no sé.  Tal vez ella hubiera preferido que me quedara y le contase. En fin, mañana con calma, que yo estaré más tranquila.